Fabio, un compañero de colegio, solía venir a casa, a estudiar el piano, después de sus horas de trabajo. En su casa no había piano, ni dinero para comprarlo, ni lugar donde ponerlo si lo hubieran comprado. Era casi siempre al final de la tarde cuando Fabio venía a casa, tomaba un vaso de agua helada, picoteaba alguna fruta del centro de mesa y se sentaba al piano. Le pedíamos que atendiera el teléfono, si estábamos ocupados en algo importante o si teníamos que salir; así fue como un día, en lugar de estudiar el piano, se puso a hablar por teléfono. Las conversaciones duraban cada vez más tiempo y las posturas de Fabio eran cada vez más cómodas. Primero de pie, después sentado en una silla, después sentado en el suelo, después arrodillado, después acostado
en el piso.
—¿Con quién hablás? —yo le preguntaba, de puro celosa—.
—No sé. Una voz de mujer contestaba, y al ver mi asombro...
—No sé quién es, creeme; ni sé cómo se llama. No la conozco.
—Te felicito —le dije—. Perdés el tiempo.
Durante un mes duraron las misteriosas conversaciones telefónicas y un día, antes de irse a su casa, me llamó y me dijo:
—Tengo que pedirte un favor. La mujer del teléfono me citó en una confitería. Va a estar vestida de blanco, llevará un libro en la mano, una hojita de hiedra en la solapa y un perro. ¿Irías a ver cómo es?. Tengo miedo que sea una gorda o una vieja o una enana.
—¿Y qué tengo que decirle? —pregunté con inquietud.
—Según como sea.
—¿Si es gorda o vieja?.
—Que estoy tuberculoso o que me muero. —¿Si es una enana?.
—Que soy muy alto para ella —dijo riendo—. O que soy loco. Podrías pedirle una fotografía.
—¿Si es bonita?. ¿Acaso conozco tus gustos?.
—Si es bonita le das cita en un cinematógrafo, para el día siguiente, y le decís que no pude ir por razones de trabajo. Primeramente le pedís una fotografía.
—Trataré de conseguirla. Dame una tuya.
—Muy buena idea —contestó, satisfecho—. Es la única solución.
Buscó ese día entre sus papeles una fotografía y me la dio. La guardé en un cajón. Al día siguiente me vestí de mala gana, por la tarde, para salir. No tenía ninguna curiosidad por conocer a la mujer del teléfono. Perder el tiempo me causa horror; pero mi cariño por Fabio es tan grande que difícilmente le rehúso un capricho. Caminé dos cuadras, antes de advertir que había olvidado la fotografía. Volví a casa y busqué en el cajón. Tuve que llevarme un sobre lleno
de fotografías, para buscar en el camino la de Fabio, pues había quedado mezclada entre las otras. Llegué a la confitería El Tren Mixto, frente a Constitución, a la hora convenida. La sala es grande, con muchas luces que se reflejan en muchos espejos y que me deslumbraron en el primer momento. Me detuve en la puerta de entrada, mirando sin ver a la gente, que estaba sentada frente a las mesas. Fabio me había dicho que la mujer estaría sentada en la cuarta o quinta mesa del lado de la entrada, hacia la derecha, con el perrito llamado Coqueto, a sus pies. La busqué y la vi muy pronto, pero no era rubia, como se había descrito a sí misma (según Fabio me dijo), sino más bien morena, con el pelo renegrido. Me acerqué. Intimidada, tropecé con una silla al acercarme. Me dijo:
—Siéntese.
Me senté sin decir una palabra.
—En los primeros momentos uno no sabe qué decir —me dijo, quitándose los guantes—. Comprendo su turbación. Es tan natural.
—Fabio me pidió que le diga que no pudo venir porque está enfermo. Lo lamenta mucho. Le manda estos jazmines.
Le di el ramo envuelto en papel manteca. Aspiró el perfume de las flores.
—No me gustan los desencuentros —dijo—. No son de buen augurio. Del primer instante de una relación dependen todos los demás. Por eso esta circunstancia no me parece favorable.
—¿Es supersticiosa?.
—Muy —me dijo—. Más de lo que usted puede suponer.
—No creo que en este caso tenga que serlo —le respondí—.
—Éste o cualquier otro es lo mismo —me dijo—.
—Fabio quisiera tener una fotografía suya. Como un gran favor se la manda pedir.
—Tengo pocas fotografías buenas. Tal vez se desilusionaría si viera alguna.
—Aquí le manda la de él.
Saqué de mi bolsillo por error la fotografía de Raimundo Canino, el librero, y se la di. Ella la tomó y la miró distraídamente.
—No se puede saber cómo es una persona por una fotografía, si no la conocemos. Cuando conozca a Fabio, esta fotografía me revelará muchos misterios de su personalidad que aún no conozco. Sólo conozco su voz, que me perturba.
A partir de ese momento, la fotografía le sirvió de abanico.
—¿Quiere tomar algo? —me preguntó bruscamente—. ¿Té, un helado, una taza de chocolate?.
—¿Yo? Siempre tomo té. Es mi bebida predilecta.
No esperó que respondiera y llamó al mozo para que me sirviera un completo. Resultó mucho más natural nuestro diálogo acompañado de algunos sorbos de té y bocados de tostadas con manteca. Hasta reímos del apetito que teníamos.
—A mí me encanta el té de la tarde —exclamaba de vez en cuando—.
Prefiero quedarme sin comer a cualquier otra hora del día.
Cuando estábamos por terminar la última tostada, llamó al mozo, pagó y me pidió que la llevara hasta la salida. Tuve la sensación de acompañar a una paralítica, porque no se desprendía de mi brazo. Me pidió además que llamara un taxi. En cuanto subió al taxi, me dijo antes de despedirse:
—Dígale a Fabio que lo llamaré mañana. —¿Y la fotografía? —le pregunté—.
Buscó en su billetera.
—Aquí tengo una de la cédula. Parezco una criminal —me dijo, dándome la fotografía, al decirme adiós—.
Cuando volví a casa, Fabio me esperaba. El relato de mi encuentro con Alejandra no lo dejó satisfecho. No me atreví a decirle que la mujer parecía paralítica y que en vez de pelo rubio, tenía pelo negro, pero le di la fotografía, que le gustó. Durante un buen rato quedó mirándola, tapándole primero la boca para mirarle los ojos y la nariz, luego tapándole los ojos y la nariz para mirarle sólo la boca. Acercaba y alejaba la fotografía para mirarla con distintas perspectivas.
Los días pasaron. Fabio esperaba en el teléfono, pero Alejandra no llamaba.
—¡Qué le habrás dicho! —protestaba Fabio—.
—Lo que me dijiste, ni más ni menos.
—Es tan raro que no me llame.
—¿Por qué no la llamás vos?.
—No me dio su número. Si no me llama no tendré la oportunidad de verla nunca, nunca más. ¿Te das cuenta?. Fabio llegó a llorar amargamente.
—Alejandra volverá a llamar —yo le decía a Fabio, deseando que no llamara—.
Y Alejandra volvió a llamar. Inmediatamente Fabio quiso ver a Alejandra y la citó en un cinematógrafo, pero ella no accedió y quiso verlo en la confitería de la otra vez. Supuse que esa entrevista sería el fin de mi amistad con Fabio, puesto que él se enteraría de la fotografía del librero, que por error yo le había dado a Alejandra; no fue así. El curso de los acontecimientos fue inesperado.
Cuando volvió de la cita, Fabio me dijo consternado:
—Me mandó una emisaria, pretextando un dolor de cabeza. Esa mujer me volverá loco.
—¿Quién era la emisaria?
—Una amiga de ella. Para desesperarme. Nada más que para desesperarme. Ahora sí que estoy enamorado.
Alejandra y Fabio tardaron mucho en encontrarse. Siempre sucedía algo, algún inconveniente por el que alguno de los dos no acudía a la cita. Presentían, tal vez, un desenlace trágico.
Al fin se dieron cita en la confitería El Tren Mixto. Acudieron trémulos de impaciencia y de amor. Coqueto, debajo de la mesa, les lamía los pies.
Después de hablar de mil cosas, que por teléfono no se pueden hablar, Alejandra, antes de despedirse, sacó, amorosamente de su cartera, la fotografía de Raimundo Canino, que había encuadrado en un marquito de cuero, y la besó.
—No me separo de tu foto —exclamó enseñándole la fotografía—.
Fabio no supo si reír o llorar. En el primer momento creyó que era una broma.
Todo esto me lo contó en el paroxismo de la desesperación.
¿No la vio más?. ¿No pudo soportar ese engaño, ni esa cara de Raimundo Canino, besada, en una fotografía, por Alejandra?. ¿Se preguntó Fabio si fue por distracción o por cinismo que sacó de la cartera esa fotografía?. No me atreví a decirle nada. Quise confesarle mi error, pero no volví a verlo, porque se había mudado de casa y no dejó la nueva dirección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario