martes, 31 de agosto de 2010

.La zanja, de Vicente Battista

Siempre fuiste un infeliz. Por eso ahora te quedás sentado en medio del patio, sobre el banquito bajo, con el sol pegándote en la espalda, mirando tu propia sombra que, aburrida, se pierde entre las baldosas. Germán esta en medio del patio y trata de no oír los ruidos que hace Norma al preparar la valija. Sabe que cuando termine de acomodar la ropa, Norma abrirá la puerta y se perderá por el corredor, camino a la calle. Germán quedará solo, con los malvones que hoy no fueron regados, los platos sucios amontonados en la pileta y esa terrible angustia, esa antigua impotencia, que hace que ahora siga así, encogido sobre el banquito, mientras Norma guarda prolijamente la ropa. Unos minutos antes le había dicho que no lo aguantaba más, y también “pobre cornudo”, pero lo de cornudo quizá lo imaginó él, porque se mezcló con el portazo que dio Norma al encerrarse en la pieza. Hubo un silencio y de nuevo los gritos, idénticos a los de aquella otra vez, cuando papá dejó el diario a un costado y lentamente se fue poniendo de pie: Germán llegaba de la calle todo sucio, con el trajecito blanco lleno de barro.

Esa tarde mamá había dicho que a la calle no, y menos con esos atorrantes. Papá hizo un gesto, y sólo dijo: “Que vaya”. Germán corrió hacia la calle. “No te muevas de la puerta “, fue el pedido de mamá, derrotada. Y ahí se quedó Germán, pulcro, con su trajecito blanco, la vista fija en la vereda y al final de la vereda el agua estancada. “Usted no se imagina lo perjudicial que es para los chicos, y en verano, sobre todo en verano. Aquí la firma”, había dicho el secretario de la Comisión de Protesta y Germán estuvo presente cuando su padre, después de una rápida ojeada, escribió Eduardo Averza y debajo de la ultima “a” hizo un raro firulete. A pesar de la firma de papá el agua seguía ahí, estancada por semanas, con ese olor corrompido y con manchones verdes flotando como camalotes. Pronto vendrían los barrenderos y entonces iba a ser la gran fiesta: los pibes a un costado del charco, revolviendo el barro hasta encontrar bolitas o monedas. Él no tenía permiso. “No te juntés con esos atorrantes”, había sido la orden de mamá. Ahora los atorrantes estaban en la esquina, pero cuando Germán se asomó a la puerta fueron caminando hacia él. Eran cuatro en total, y uno, señalándolo, dijo:

- Este es el mariconcito que juega con la prima.

lunes, 30 de agosto de 2010

Un caballo amarillo, de Ednodio Quintero

Si yo soñara que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.

Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenida. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.

Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.

Por un rato ando extraviado entre el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un cristo con cara de perro regañado y vocifera en un idioma extraño, mezcla de latín; sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.

Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por tumo, torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.

Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.

Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.

viernes, 27 de agosto de 2010

La casa nueva, de Silvia Molina

Claro que no creo en la suerte, mamá. Ya está usted como mi papá. No me diga que fue un soñador; era un enfermo —con el perdón de usted—. ¿Qué otra cosa? Para mí, la fortuna está ahí o, de plano, no está. Nada de que nos vamos a sacar la lotería. ¿Cuál lotería? No, mamá. La vida no es ninguna ilusión; es la vida, y se acabó. Está bueno para los niños que creen en todo: "Te voy a traer la camita", y de tanto esperar, pues se van olvidando. Aunque le diré. A veces, pasa el tiempo y uno se niega a olvidar ciertas promesas; como aquella tarde en que mi papá me llevó a ver la casa nueva de la colonia Anzures.

El trayecto en el camión, desde la San Rafael, me pareció diferente, mamá. Como si fuera otro... Me iba fijando en los árboles —se llaman fresnos, insistía él—, en los camellones repletos de flores anaranjadas y amarillas —son girasoles y margaritas—, decía.

Miles de veces habíamos recorrido Melchor Ocampo, pero nunca hasta Gutemberg. La amplitud y la limpieza de las calles me gustaba cada vez más. No quería recordar la San Rafael, tan triste y tan vieja: "No está sucia, son los años", repelaba usted siempre, mamá. ¿Se acuerda? Tampoco quería pensar en nuestra privada sin intimidad y sin agua.

Mi papá se detuvo antes de entrar y me preguntó:— ¿Que te parece? Un sueño, ¿verdad?

Tenía la reja blanca, recién pintada. A través de ella vi por primera vez la casa nueva...

jueves, 26 de agosto de 2010

Caín, de Virgilio Díaz Grullón

El mensajero de la oficina colocó la tarjeta sobre el escritorio, Vicente la miró distraídamente y la rodó hacia un lado con el dorso de la mano, concentrándose de nuevo en la lectura del documento que tenía enfrente. Aunque había posado por un instante los ojos sobre las letras impresas en la pequeña cartulina, su significado apenas rozó la superficie de su conciencia y fue sólo un rato después cuando las letras parecieron ordenarse en su cerebro y formar el nombre que ahora surgía con pleno significado para él.

—Leonardo Mirabal —, dijo en voz alta complaciéndose, como antes, en la sonoridad de las palabras. Reclinándose en el respaldar de su lujoso sillón de cuero, Vicente se sumergió en recuerdos antiguos mientras se acariciaba la mejilla con el canto afilado de la tarjeta. ¡Qué lejanos le parecieron de pronto aquellos tiempos del colegio! El primer día de clases: los muchachos corriendo hacia las puertas enormes, gritando y riendo mientras él, esquivo y huraño, se pegaba a las paredes con los libros bajo el brazo; y las voces que pasaban rozándolo: “¡Leonardo, ahí viene Leonardo!”; y la conversación sorprendida al entrar al aula: “Leonardo, ¿me explicas este teorema?, no puedo entenderlo; y en el primer recreo, el muchacho debilucho que decía: Leonardo: ¿me dejas entrar al equipo?, he practicado mucho en las vacaciones... ”

miércoles, 25 de agosto de 2010

Caballo en el salitral, de Antonio di Benedetto

El aeroplano viene toreando el aire.

    Cuando pasa sobre los ranchos que se le arriman a la estación, los chicos se desbandan y los hombres envaran las piernas para aguantar el cimbrón.

    Ya está de la otra mano, perdiéndose a ras del monte. Los niños y las madres asoman como después de la lluvia. Vuelven las voces de los hombres:

    ¬¿Será Zanni..., el volador?

    ¬No puede. Si Zanni le está dando la vuelta al mundo.

    ¬¿Y qué, acaso no estamos en el mundo?

    ¬Así es; pero eso no lo sabe nadie, aparte de nosotros.

    Pedro Pascual oye y se guía por los más enterados: tiene que ser que el aeroplano le sale al paso al "tren del rey".

    Humberto de Saboya, príncipe de Piamonte, no es rey; pero lo será, dicen, cuando se le muera el padre, que es rey de veras.

    Esa misma tarde, dicen, el príncipe de Europa estará allí, en esa pobrecita tierra de los medanales.

martes, 24 de agosto de 2010

Cuando se muere la nevera, de Matías Candeira

Un día va la nevera y se muere, en un gesto incomprensible. Ahora es por la mañana, muy temprano, y la familia en pleno —los dos hermanos, los padres, hasta el gato marrón— observa cómo se desliza esa enorme hemorragia de agua color violeta por toda la cocina, o, posada en el mango plateado, esa manada armónica de moscas que a cada poco se mueve esperando su turno. ¿Por qué les ha hecho esto? Era una nevera preciosa, novísima, que compraron en una gran superficie hace dos o tres años, o incluso puede que cuatro, o vayan a saber. Tímidamente empiezan a acercarse. La nevera, está clarísimo, acaba de diñarla (dirían los inoportunos). Parece faltar ese runrún eléctrico de siempre; también se distingue un pollo igualmente frío y una colonia de hongos, esas cosas que albergan los cadáveres. ¿Deberían llamar a un médico para que la palpe y con un ademán trágico les confirme la defunción?

No.

Lo cierto es que no es posible.

Está muy claro lo que ha ocurrido.

lunes, 23 de agosto de 2010

Muchacha punk, de Rodolfo Fogwill

En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos "acostamos juntos".

Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.

   Primera decepción del lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street y en Regent Street. Les cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk– mirábamos esa misma vidriera de . En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características y el precio de la máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peón central.

viernes, 20 de agosto de 2010

Notas al margen, de Miguel Ángel Torres Vitolas

Imagino que hubo un tiempo en que escribía. Que no era esta calma incómoda y este hecho siempre. Supongo, también, que algo de lo que hice entonces pudo tener algún valor literario. Sé que me esforzaba menos y conseguía más. Hoy, cuando le pregunté si no era así antes, Miguel Ángel hizo que sí con la cabeza.Y es que Miguel Ángel vino acá hoy dia. Llevaba una casaca de cuero y mordía un mondadientes. Nada nuevo. Yo le hablé de lo único que en estos días sé repetir –de mi literatura imposible-. No tomamos, la botella nos esperó intacta al lado. Estoy seguro de que él me escuchaba con cansancio, como quien se observaba hastiado en el espejo: pero no me importó repetirme frente a él. En realidad, los dos hemos aprendido a tolerarnos; yo acepto sus ocurrencias, él las mías. Sospecho que lo nuestro tiene poco de amistad y más de costumbre. Antes de irse me dejó el borrador de un cuento que está empezando. No lo he leído, aún, ni lo pienso leer.Pienso en que estoy pensando y en cuán inútiles son mis esfuerzos por sacudirme este letargo. También en que le estoy robando tiempo a escribir (en un sentido más feliz del término), aplazándolo para un después que estoy seguro no va a llegar existe un argumento que ideé hace muy poco y creí me sacaría de este estado. Es bastante simple: un profesor está dictando una clase en un aula amplia –debe ser enorme y situarse en un piso alto-, de pronto un alumno se levanta y salta por una de las ventanas. Los estudiantes observan esto sorprendidos pero quietos. Entonces la historia se me escapa. Concebí, primero, narrarla desde el estupor del profesor; que poco a poco fueran saltando todos y él, finalmente, se les sumara. Luego encontré más conveniente que fuese un alumno el que viera con temor todo esto y decidiera no unirse –había una ventaja en esta perspectiva: la imagen del profesor impávido antes los hechos. Al final decidí no escribir nada. El cuento, si lo era, no pretendía más que un misterio insatisfecho y a lo más la presentación de una anécdota. Era, en suma, una historia de escasa importancia que me dejaría sólo el mal sabor de la prosa operativa.Yo ya no paseo, bailo o me desvivo por el fútbol, ni, en general, creo hacer nada de lo que muchos hacen. Con el tiempo he sentido decaer en mí todo aquello que antes me entusiasmaba y me acercaba a los demás. Pero tampoco siento que me distinga a ellos. A veces río sin motivo o miro aburrido a las personas. Otros momentos, inmensos aún, me gusta recordar a esa mujer que aún no he conocido, por donde íbamos y nuestros odios comunes. Su sonrisa, su voz, su risa nerviosa aunque es más cierto que ahora me resulta más difícil crear su recuerdo y, antes, me doy de frente con el silencio de una avenida o un ómnibus semivacío.Si algo tampoco comprendo, es eso que son los recuerdos yo, propiamente, no los tengo, me siento solo. De este lado de las cosas, mi vida es antes la suma incoherente de imágenes que la memoria de historias. Recuerdo una lluvia feroz en Pimentel, unos labios, dos niños muy distintos jugando, un vendedor de dulces, una avenida de Lima – de noche-, una cabellera negra y la música roja de una canción de los Beatles. No me explico, en muchos casos, por qué no olvido todo eso menos, cómo alguien puede sobre vivir sólo con esos retazos y cómo poder escribir a partir de ellos. De repente es que no acepto morir y es como buscarse la cara haciendo un gesto.No sé si escribo, si divago, si me espero. Si esto es un cuento o qué. Cuando empecé me pareció adivinar una dirección, incluso un motivo: un tópico recorrido y hasta atractivo como el de la angustia ante la página en blanco. Así creí que algo podía llegar. No obstante, mis deficiencias me han llevado a una enumeración inconexa y retórica, y una redacción aparatosa, que ni siquiera me describe bien...A Miguel Ángel le hablé hoy de los siempre y estoy seguro de haberlo aburrido. Miraba por la ventana, se rascaba la palma de la mano. Me habló del método Stanislavski de actuación (mencionó a Lee Strasberg). Encuentra el sentimiento, reprímelo y luego representa, dijo casi con esas palabras. Miguel Ángel es un hijo de puta y no sabe nada de nada. Cuando bebemos nos quedamos callados. Él fuma, sonríe imbécil. También me ha contado que se siente repetirse en cada historia, que sus cuentos están contando todas las veces lo mismo. Y me mira, como si se mirara a sí mismo, y sonríe con maldad. Me dice luego, como si revelara un secreto: no puedo contigo. No existes y te estoy escribiendo para librarme de mí y de la nada. Eres un reflejo mío que distorsiono mal, un cuento que ni siquiera empiezo y sólo detengo. En cuanto deje de crecer en ti, esto terminara. Y deja de sonreír.

jueves, 19 de agosto de 2010

La chica más guapa de la ciudad, de Charles Bukowski

Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una maquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no las sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: "No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y nada dentro..." Tenía un carácter rayando la locura; Un carácter que algunos calificaban de locura.

Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía por el contrarío, realzarla.

miércoles, 18 de agosto de 2010

La tercera orilla del río, de João Guimarães Rosa

Nuestro padre era un hombre honrado, pacífico, práctico. Y así había sido desde muy joven y también de niño. Fue lo que me dijeron varias personas honestas a quienes pedí que me contaran. Y desde que yo mismo puedo acordarme, nuestro padre no parecía ni más raro ni más triste que cualquiera que los demás conocidos nuestros. Simplemente un hombre tranquilo. Nuestra madre era la que mandaba y renegaba todo el día con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo-.

Pero pasó que un día nuestro padre se mandó hacer una canoa. Era un asunto serio. Encargó una canoa que tenía que ser especial, de tronco de viña, con una tablita muy pequeña en la popa, como para que entrara justo el remador. Tuvo que ser totalmente fabricada, de madera sólida y arqueada en seco, como para que durara unos 20 o 30 años en el agua. Nuestra madre maldijo aquella idea ¿justo él, que no era ducho en esos temas, iba a ponerse a cazar y pescar? Y nuestro padre nada decía. Por aquella época nuestra casa estaba más cerca del río, a no más de cuatro leguas, y en ese punto, el río se extiende amplio, profundo, siempre navegable. Muy ancho, hasta no poder verse la otra orilla. No puedo olvidar el día en que la canoa quedó lista.

martes, 17 de agosto de 2010

El enigma, de Silvina Ocampo

Fabio, un compañero de colegio, solía venir a casa, a estudiar el piano, después de sus horas de trabajo. En su casa no había piano, ni dinero para comprarlo, ni lugar donde ponerlo si lo hubieran comprado. Era casi siempre al final de la tarde cuando Fabio venía a casa, tomaba un vaso de agua helada, picoteaba alguna fruta del centro de mesa y se sentaba al piano. Le pedíamos que atendiera el teléfono, si estábamos ocupados en algo importante o si teníamos que salir; así fue como un día, en lugar de estudiar el piano, se puso a hablar por teléfono. Las conversaciones duraban cada vez más tiempo y las posturas de Fabio eran cada vez más cómodas. Primero de pie, después sentado en una silla, después sentado en el suelo, después arrodillado, después acostado

en el piso.

—¿Con quién hablás? —yo le preguntaba, de puro celosa—.

—No sé. Una voz de mujer contestaba, y al ver mi asombro...

—No sé quién es, creeme; ni sé cómo se llama. No la conozco.

—Te felicito —le dije—. Perdés el tiempo.

Durante un mes duraron las misteriosas conversaciones telefónicas y un día, antes de irse a su casa, me llamó y me dijo:

—Tengo que pedirte un favor. La mujer del teléfono me citó en una confitería. Va a estar vestida de blanco, llevará un libro en la mano, una hojita de hiedra en la solapa y un perro. ¿Irías a ver cómo es?. Tengo miedo que sea una gorda o una vieja o una enana.

viernes, 13 de agosto de 2010

Carta a una señorita en París, Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

jueves, 12 de agosto de 2010

La tienda de muñecos, de Julio Garmendia

No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia -si así puede llamarse- de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:

-¡Les debemos la vida!

No era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes adeudaba el precioso don de la existencia.

Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes condiciones; ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita, que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros, mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando yo entrara en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Salen a mirar las sombras, de Miguel Briante

Entra, dice:

—¿Qué es eso que hay ahí afuera, Don Arispe? —y el hay y el ahí sonaron igual, aunque ahora no, mientras se saca el sombrero, y se pasa la mano por la frente, y de eso se le ve el sudor.

Sería invierno. Esperábamos, mirando hacia el campo.

Arispe esperaba a lápiz, a cuenta de la cosecha.

—Esta es una de cuatro estaciones —tartamudeó El Francés que ya venía, señalando la libreta en que Arispe anotaba, y en seguida, y sobre todo, a los vasos, las botellas, a las botellas—, una planta ¿no, Don Arispe?

El que recién había vuelto no aguantó más. Ahí afuera había algo, y que qué era, volvió a decir.

—Ahí afuera hay algo —dijo después de decir eso— y yo dije qué era eso, y lo vuelvo a decir —dijo, y Benítez, el pintor, que casi nunca viene, lo paró con la mano.

—No repita lo que ya es repetido —dijo—, no es el único que vuelve y se da cuenta de que hay algo que es la primera vez que ve.

—Cierto —dijo el hombre que había vuelto—, pero además sé que son sombras, cosa que a lo mejor usted no supo la primera vez que las vio.

—Tardé en verlo —le dijo el otro, con la vista en lo alto—, porque yo nunca entro mirando el suelo.

—La puta que entra a entrar temprano —se apuró el que había llegado después de cinco años, y había matado una mujer, por celos—, si las sombras están como a cien metros de acá.

—Cada tanto hay que mirar por donde se pisa —dijo Arispe y miró hacia afuera—. Mierda, desde que no viene la Mariana, por acá no aparece una mujer.

A la Mariana la había matado ese hombre, el que venía de llegar. Parecía alta; era triste, había tenido el pelo más negro de por acá. Y a veces pueden pasar esas cosas, tan simples. Cuando la Mariana entraba, algo nos hacía temblar de adentro, y el cuerpo de ella temblaba manso, apretado. Tan simples como que la mató.

—Debe ser por las sombras esas —dijo el que había llegado. Estaba afeitado y blanquito, de traje y cinturón. Un cinturón que había sido más largo; un traje marrón o azul. La valijita que había dejado al lado de la puerta, de cartón. Se le veía el cuchillo.

—Puede que sea —dijo Benítez—, puede ser.

—Que me lo expliquen —dijo el hombre.

—Acá nadie explica lo que ya está—, se le rió Arispe.

—Entonces que me lo cuenten —dijo el hombre, y se apoyó en el mostrador.

Todos nos quedamos callados; cómo va a explicar uno así nomás que hayan quedado esas sombras ahí, en el pasto, copiando la última parte de lo que pasó una vez, en serio, entre los dos hombres que habían salido a tirar la taba. Sombras quietas: la de este lado, la del forastero, llevándose la mano al cuchillo; la del otro lado, la del Moro, con el brazo al que se le había ido la mano en el aire, y la sombra del cuchillo naciendo en la sombra de la mano que le quedaba.

—¿Por qué mejor no hablás de Sierra Chica? —le dijo Arispe, y el hombre se apretó el saco, como si lo hubieran despertado—. En cinco años hay mucho para pensar.

—Sí, pensé —dijo el hombre, y se quedó pensando.

Mariana estuvo ahí un rato, entre nosotros. Pasó entre las mesas, miró al hombre que la había matado, siguió de largo, se vino hasta el fondo.

Entonces me levanté. Su recuerdo me había enredado como antes me enredaba su pelo, así que me levanté. El hombre estaba diciendo:

—Pero esas sombras son de una pelea —y miró a Arispe—. ¿De una pelea que no se hizo?

—De una que no terminó —dijo Arispe.

Ahí le puse una mano en el hombro, al hombre. Todos nos miraron. Iba siendo una tarde más bien tranquila. Le dije:

—Venga, que le voy a explicar.

No lo hizo ni un gesto, apenas se abrió el saco. Pedí, con la mano, que no nos siguieran. Arispe se quedó en la puerta del boliche, nada más. Le conté, mientras caminábamos, la historia del Moro y de aquel forastero, y lo de la taba. Me dijo que él no era forastero.

—A lo mejor —le dije—, el forastero soy yo.

—No me ande diciendo Moro —me dijo—, que es un pelo que nunca me gustó.

La tarde era clarita, todavía; esas tardes metálicas del invierno, siempre un poco hundidas, allá por el río.

—De pelos —dije, por la Mariana, claro—, mejor ni hablar.

Ahí seguían las sombras, como todos esos años. Igual a unos veinte metros una de otra, bien marcadas en el pasto, con los pies al lado de donde veníamos. En cuanto les pusimos las botas encima, sobre las sombras de las botas, ya empezaron a moverse, temblaron. Despacio, fueron caminando una hacia la otra, despacio. Las vi hasta que se encontraron, casi hasta que los dos brazos se cruzaron en el aire.

Después, cuando volvía, pensé que yo siempre había pensado que iba a ganar la otra sombra, no la que yo había pisado. También pensé que lo mismo, sin la Mariana, nada era peor ni mejor.

martes, 10 de agosto de 2010

El álbum, de Medardo Fraile

Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.–¿Qué van a tomar?–Café con leche. ¿Y tú?–Lo mismo.En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil. Sus compañeros de colegio –él lo recordaba– habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello le fuera su felicidad, el sí o el no.–No: hoy “Las Mariposas”, no –decía ella con tremendo gozo–. Hemos visto ya “Los Grandes Inventos”.Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de “Las Mariposas”, ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él –el novio– tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de “Las Aves Domésticas” proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: “Mejor, blanco”, insinuaba él. “No, tiene que ser naranja”, decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. En “Las Aves Exóticas” pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y “confetti”. En “Flores para Regalo” él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a “Animales Prehistóricos”, tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo “Los Animales Prehistóricos”, pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de “Las Piedras Preciosas”. Ante “Las Piedras Preciosas” él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En “Las Algas” enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con “La Evolución del Automóvil” lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con “Las Fieras” se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con “La Fauna del Mar” cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a “Las Frutas”, ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara como Adán.Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días –sobre todo el último– a que él dijera: “El álbum para ti, te lo regalo.” Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella –que se había enamorado de aquel álbum– le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.

lunes, 9 de agosto de 2010

Dos palomas muy desagradables, de Patricia Highsmith

Vivían en Trafalgar Square. Eran dos palomas que por razones de conveniencia llamaremos Maud y Claud, aunque ellas no utilizaran esos nombres para llamarse. Eran simplemente una pareja. Ya llevaban dos o tres años juntas y se eran fieles, aunque en el fondo de su pequeño corazón de palomas se odiaban. Pasaban los días picoteando grano y cacahuetes sembrados por el desfile interminable de turistas y londinenses que compraban esas cosas a los vendedores ambulantes. Pec, pec, todo el día en medio de otros cientos de palomas que, como Maud y Claud, casi habían perdido la capacidad de volar porque ya apenas les era necesaria. Muchas veces, Maud se veía separada de Claud en un campo de palomas que movían la cabeza de un modo constante, como si asintieran, pero, al caer la noche, de un modo u otro se encontraban y se dirigían a un hueco que había al dorso de un muro de piedra situado cerca de la National Gallery. ¡Uf! Y con esfuerzo conseguían subir sus abultadas pechugas hasta su domicilio, que quedaba entre setenta centímetros y un metro de altura.

Maud hacía unos ruidos muy desagradables con la garganta que expresaban despecho y desdén. Tenía la misma edad que Claud; no eran jóvenes. Su primer novio había muerto en la flor de la vida, atropellado por un autobús cuando intentaba recuperar parte de un bocadillo del suelo.

viernes, 6 de agosto de 2010

Lindbergh, de Iván Thays

Así que todo se resume a esto. Una mañana entera viendo el rostro de Paulo y el mío en la televisión. Diez periodistas haciendo guardia en la entrada de mi edificio. Tres policías interviniendo el teléfono mientras leen un periódico de fútbol en el comedor. En cualquier momento se comunicarán. Esperar es todo lo que me queda. He llamado a Lucía para decirle que, por supuesto, hoy no haré el programa. Ella se ha puesto a llorar en el teléfono. Es imposible que esto te esté pasando a ti, dijo. Pues me está pasando. Colgué. No puedo evitar pensar en ella como una enemiga. ¿Quién no se convierte en tu enemigo cuando han secuestrado a tu hijo y tienes que estar encerrado en un cuarto con la cama sin tender, viendo fotos en los noticieros, oyendo declaraciones de supuestos amigos, de policías, de vecinos? Por ejemplo, qué extraño ver a Felipe en el noticiero del canal donde trabajo hablando de mí en tercera persona, diciendo que espera que no me convierta en el Lindbergh peruano.

Escribí Lindbergh en el buscador. Me enteré de algunas cosas. Supe, por ejemplo, que el 29 de enero de 1928 llegó a Maracay, Venezuela. Visitó el Panteón Nacional, la Casa Natal del Libertador, el Salón Elíptico del Congreso, el Museo Bolivariano. Supe que pertenecía al signo de Acuario, como Charles Darwin, Julio Verne, Mozart, Bécquer, Clark Gable, James Dean y Giacomo Casanova. Su color es el verde gris, su piedra la turmalina y el circonio y sus números de suerte 7, 14 y 20. Supe que realizó su famoso cruce del Atlántico Norte alimentándose solamente con barras de chocolate. Supe que Billy Wilder hizo en 1957 una película basada en su autobiografía, con James Stewart como Lindbergh. La música fue de Franz Waxman, que también compuso para Wilder en Sunset Boulevard. La película sobre Lindbergh se tituló “El héroe solitario”. Supe que si uno quiere reservar habitación en el Holiday Inn Paris-Orly Airport debe dirigirse al 4 ave Charles-Lindbergh Rungis 94656. Supe que un libro de Bob Burleigh lustrado por Mike Wimmer sobre el diario de Lindbergh estaba recomendado para niños de seis años como ideal para fomentar el valor, el amor propio y el buen juicio. Supe que Lindbergh debía entrar a la cabina de su avión por una trampa en la parte superior del avión o alguna de las ventanillas laterales, ya que no tenía visibilidad hacia delante y requería asomarse cada cierto tiempo hacia fuera para corregir su rumbo. Supe que un tal Jimmy Angel, piloto norteamericano nacido en Springfield, Missouri, en 1988, trabajó con él en un circo aéreo de Lincoln, Nebraska, en 1921 en un acto que consistía en arrojarse del paracaídas y hacer piruetas. Y supe también que cuando Charles Lindbergh cruzó el Atlántico sin copiloto, en un avión monoplaza llamado Spirit of St. Louis Calvin Coolidge -entonces presidente de los Estados Unidos- celebró antipáticamente la noticia que daban las radios declarando: "No veo nada extraordinario en que un hombre cruce el Atlántico. Un hombre solo puede hacer cualquier cosa”.

He tenido que bajar a la sala para contestar las preguntas de un coronel de policía que, me dijo, está a cargo del caso por orden directa del ministro del interior. Tuve que volver a contar lo que he estado contando toda la madrugada. Graciela y yo nos separamos cuando Paulo tenía un año; ella se fue a vivir a Los Angeles con su hermana. Esa semana Paulo regresó con su abuela, por primera vez en cinco años, para pasar quince días conmigo. Acondicioné un cuarto de niño en el segundo piso, compré juguetes, ropa, y contraté a través de una agencia a una empleada que tenía experiencia como nana. El número de la agencia se lo entregué a los policías que llegaron primero. Pasé todo el día con Paulo y luego nos quedamos dormidos en mi cama viendo un blockbuster. A las tres de la madrugada pasé a Paulo a su habitación y yo me quedé en la mía. Me dormí oyendo sus ronquidos tan ligeros, tan pausados. Yo mismo cerré la ventana de su cuarto. A las siete de la mañana desperté. Busqué a Paulo y a la nana. La ventana estaba abierta. Había una escalera que nunca había visto antes. Olía a éter. Me pareció que en el marco de la ventana había sangre. Sí, confirmó el coronel cuando ya me había olvidado de su voz, era sangre, pero no tiene por qué ser la del niño.

Mi madre llamó a casa diciendo que esa noche Graciela llegaba a Lima. Me pidió que fuese a recogerla al aeropuerto. Sin pelear, enfatizó. Luego, menos dura, me preguntó si estaba seguro de que no quería que fuese a casa para acompañarme. Estoy seguro, dije. Ya no sé qué más hacer, contestó ella. Me quedé un largo rato mirando un punto en medio de nada. Luego dije que la policía quería que deje la línea del teléfono libre.

Otra vez en mi cuarto, buscando datos sobre Lindbergh y el secuestro de su hijo. Se llamaba Charles Junior, fue secuestrado en marzo de 1932, alrededor de las 9 de la noche. Tenía veinte meses de edad. Los secuestradores dejaron un mensaje pegado en la ventana que nadie descubrió hasta el día siguiente. Pese a que Lindbergh pagó cincuenta mil dólares de rescate, el cadáver de Junior fue encontrado diez semanas después a pocos kilómetros de su casa. Su cabeza estaba destrozada, tenía un agujero en el cráneo y algunos de sus extremidades no fueron encontradas. Dos años después acusaron del crimen a un carpintero alemán llamado Bruno Richard Hauptmann. La letra de Hauptmann y la de las cartas de los secuestradores eran escalofriantemente idénticas. Además, gastaba mucho dinero en plena depresión y estando desempleado. Incluso se dio el lujo de perder dinero en la bolsa. Jamás confesó. Lo ejecutaron sin que llegara a comprobarse por completo su responsabilidad. La presión de la prensa habría sido la que bajó el switch de la silla eléctrica. Dicen que Hauptmann fue un chivo expiatorio. ¿Qué culpa expió? También dicen que la muerte de Junior fue una advertencia contra las intenciones de Lindbergh de postular a la presidencia de EEUU. También dicen que, en cualquier caso, Hauptmann no lo hizo solo, que era solo una pieza de recambio, un fusible, en una maquinaria echada a andar para advertir a Lindbergh que cruzar el Atlántico por primera vez era algo que difícilmente podía ser olvidado por sus enemigos.

Lucía volvió a llamar. Le conté todo lo que sabía de Lindbergh. Ella escuchó todo en un silencio que podría calificarse de estoico. Luego me preguntó si había alguna novedad sobre Paulo. Le dije que no. Me dijo que me amaba. Habíamos hecho el amor un par de veces en su hotel y en un viaje de promoción del programa, pero eso no era amor. De eso estaba seguro. Me preguntó si la había oído. No es el momento, le contesté. Yo creo que es el mejor momento, insistió. Tengo que colgarte, lo lamento. Está bien, me dijo y luego agregó: ¿puedes explicarme qué chifladura es todo eso de Lindbergh?

Me pasé el resto de la tarde imprimiendo fotografías del bebé Lindbergh. Coloqué una de esas fotos al lado de una de Paulo. El hijo de Lindbergh aparecía sentado en una silla de niño, cogiendo un cubo de playa. Paulo aparecía en la suya sentado sobre la espalda de un superman de plástico en un lugar de juegos infantiles en las Bahamas. A su lado aparecía el brazo dorado de Graciela. También había impreso una carátula de Time, Número 18, Volumen XIX, en la que aparecía un dibujo a carboncillo del hijo de Lindbergh. Pensaba reproducirlo en mayor escala y mandarlo a enmarcar para mi estudio. Un souvenir dramático para mi nueva vida. Últimamente mi programa se había ido a la mierda. Había dejado que el productor me convenza de hacer algunas modificaciones insultantes en el decorado del set y que despida a todo el equipo de investigación. Me había convertido en un payaso, un sujeto histriónico y desinhibido, lo que no sorprendía a nadie de mi familia que siempre me consideró un exhibicionista con un sentido del humor más bien oscuro. Estaba convencido de que podía volver a ser un periodista serio, incluso peligroso, como cuando trabajaba en un semanario donde me pagaban cada tres meses. También mi vida se había ido a la mierda. Solía viajar hasta Los Angeles por lo menos una vez al mes para pasar un fin de semana con ellos. Logré incluso colocar una cláusula en el contrato que me permitía esa rutina. Graciela le había contado una historia algo épica, un poco sentimental, para explicarle a Paulo porque yo aparecía y desaparecía. Luego, por teléfono, Paulo me iba contando cómo iba creciendo esa historia ficticia. Me sorprendía la imaginación de Graciela. Tenía algo poético, pero también algo cruel. Sus cuentos cambiaba según lo que leyese en aquel momento. El último año, por ejemplo, era obvio que se había aficionado a la ciencia ficción. Quizá por eso siempre notaba a Paulo un poco decepcionado cuando me veía llegar a su casa.

Además de Hauptmann estaban los nombres de Isidor Fisch, Jacob Nosovitsky, Paul Wendel, Gaston Means, the Russian OGPU, the German Luft Hansa, su propia madre Anne Lindbergh Morrow o Elisabeth Morrow, la abuela. También Wahgoosh, un fox terrier negro, mascota de la familia. Y el mismo Charles Lindbergh. Todos esos nombres, en algún momento, para alguna teoría, habían aparecido como culpables de la muerte del bebé Lindbergh. O el torpe de Hauptmann lo dejó caer de la escalera mientras se lo llevaba; o fue un complot del gobierno contra un probable candidato presidencial demasiado cercano a las nacientes políticas fascistas de Europa; o fue una conspiración de un grupo de judíos vengándose porque el padre de Lindbergh -el abuelo de Junior- no permitió que un grupo de inversionistas judíos fundaran un banco; o el niño era hiperactivo y tenía que ser atado a la cama, pero esa noche logró desatarse y murió al caer por las escaleras y fue devorado por Wahgoosh; o el mismo Lindbergh o cualquier otro miembro de la familia lo habría matado por un descuido, o un maltrato, y luego ocultó el hecho con la estafa del secuestro para que no dañara su imagen pública y sus posibilidades políticas. Cada teoría tenía sus pruebas y sus coartadas. En internet habían tantas páginas dedicadas a Hauptmann como a Lindbergh, y decenas de foros preguntándose quién mató al bebé y por qué. También habían unos files desclasificados del FBI dedicados a Lindbergh. Se me ocurrió imprimir algunas de esas páginas para ir a buscar a Graciela y leerla mientras esperaba en el aeropuerto.

Cuando se quitó los lentes oscuros descubrí que tenía los párpados pesados, que estaba cansada y se moría de miedo. En el auto hacia la casa me insultó, desde luego. Dijo que era mi culpa por hacerme el payaso en la TV, por haber contratado a una mujer extraña en una agencia de estafadores que seguro eran también parte de la banda. Le dije que la policía pensaba lo mismo que ella. Y también que decían que el secuestro lo habían dirigido desde la cárcel. Y que había un identikit de la secuestradora en cada carro policía y además lo pasaban cada diez minutos en la televisión, junto a la cara de Paulo (no le dije que aquel identikit no se parecía en nada a la chica). Al fin se cansó de insultarme y me pidió que le cuente cómo fue. Le conté todo, menos lo de la sangre. Cuando llegamos a la casa mi madre estaba en la puerta, confundida entre los periodistas que no dejaban de pedirme declaraciones. Con extraña felicidad mi madre me advirtió que el mismo presidente había dicho en una entrevista en TV que me daba su apoyo. Mi madre había organizado a un grupo de oración para una vigilia en la puerta del edificio, en la que habían colocado un lazo amarillo. Cada vez que secuestraban a alguien ponían un lazo amarillo en las puertas y algunos lo llevaban en la solapa. Ella llevaba uno y los periodistas que nos impedían avanzar también los llevaban. Mi madre se quedó organizando la vigilia. ¿En qué momento ganaste tanto dinero?, preguntó Graciela mirando la decoración de mi departamento. Tuve bastante suerte, le dije. Quiso ir al cuarto de Paulo. Encendió el televisor que había colocado en una cómoda y se quedó dormida en su cama viendo unos dibujos animados. La luz parpadeante del televisor caía sobre su rostro y lo volvía sombrío y luego alegre, y viceversa.

Volví a encender la computadora. Me resultó tristísimo leer esos files del FBI sobre Lindbergh. Por lo visto, Edgar Hoover estaba convencido de que Lindbergh era un conspirador nazi. En una carta al presidente Roosvelt lo llamó The nazi pet. No parecía un error. Lindbergh había recibido una medalla de manos de Hitler en 1938, apenas unos años antes de la guerra mundial. Y cuando la guerra estalló, Lindbergh se opuso a que Estados Unidos ataque a Alemania con la excusa de que esos líos eran de política interna. Pero lo más contundente era el lenguaje de los escritos que publicó ese año. Usaba palabras como raza aria, virilidad, superioridad, disciplina, con la misma convicción con que Hitler las utilizaba. Incluso publicó en un Reader Digest de 1939 un artículo titulado “Aviación, geografía y raza”. Escribí varias fórmulas: lindbergh+FBI, lindbergh+nazi, lindbergh+war. También escribí el nombre de cada uno de los probables asesinos. Y de pronto, en algunas de las búsquedas, la pantalla me reveló las fotografías del cadáver del bebé Lindbergh.

Entonces entendí todo. Entendí quién era el sujeto que cruzó el Atlántico, quiso ser presidente, se dejó seducir por el nazismo, y luego viajó por todo el mundo en misión filantrópica. Y quién era aquel otro: el héroe que voló solo sobre un Atlántico enfurecido, sacando la mitad de su cuerpo por la parte superior de un avión inestable para no corregir su ruta. Y sobre quién era el otro héroe, Junior, atrapado en medio de quién sabe qué viaje más largo y definitivo que el de su padre, un bebé de veinte meses al que habían dejado solo y sin posibilidad de verificar el rumbo en medio de las nubes, un héroe cuyo corto viaje terminó en un basural con el cráneo roto y las extremidades probablemente devoradas por un fox terrier engreído o un perro salvaje o un demente que pensó que los brazos del hijo de Lindbergh podían costar mucho en un mundo de periodistas y revistas de chismes y lunáticos que revisan la basura de sus ídolos para guardarse el papel higiénico. ¿Qué pensaba Lindbergh mientras su aeroplano perdía equilibrio y amenazaba con caer en cualquier momento sin posibilidad de consultar a nadie qué había que hacer, teniendo que decidir todo completamente solo? ¿Y qué pensaba su hijo, qué palabras recién aprendidas dijo, mientras lo arrastraban por una escalera, despierto de un sueño que no debió terminar así, con un niño absolutamente solo en medio de un mar extraño como una roca o un basural tan solo a unos cuantos kilómetros de su casa? Y, dios mío, sobre todo qué podía pensar Paulo, en aquel mundo de ventanas abiertas, completamente solo en su frágil monoplano, en mitad de un viaje oscuro y solitario al que ni su madre ni yo lo hemos podido acompañar. Vamos, bebé Lindberg, recé, tú puedes hacerlo, vuelve a casa.

Fui hasta el cuarto de Paulo, apagué el televisor y saqué la cabeza por la ventana abierta. Afuera se oían los rezos. En el cuarto, los leves ronquidos de Graciela que me recordaban a los de su hijo. Aquellos ronquidos como un mar adormecido. Como una marea baja. Como una ola golpeando la arena de una playa. Una playa oculta donde desciende un monoplano con el piso alfombrado de envolturas de barras de chocolate. Una playa segura, firme. Una playa que cabe en la palma de mi mano.

jueves, 5 de agosto de 2010

El último entrenador, de Juan Sasturain

Me lo encuentro de casualidad el sábado en Adrogué, en el cumpleaños de la hijita de un amigo. Salta el apellido que es raro, poco frecuente, y enseguida asocio a ese viejo, ese abuelo materno sentado casi de regalo a un costado de la mesa puesta en el extremo del living, con los recuerdos de infancia.

De las figuritas, no. No es un jugador pero es un nombre y una vaga cara del fútbol. Aprovecho que los pibes se van al patio a devastar lo que queda de un jardín con más calas que pensamientos y le busco la memoria con una pregunta respetuosa, como tocar a un oso despeluchado con un palo a través de las rejas:

-Su apellido me suena -le digo mientras nuestras manos convergen sobre la fuente de masitas-. Lo asocio con el fútbol de los cuarenta y cincuenta, cuando yo era chico, ¿Puede ser?

Tras un momento me confirma que sí, que es él, y el reconocimiento al que no está acostumbrado lo ilumina un poco, apenas, como las velitas de esa torta de nena, sin jugadores, que espera en medio de la mesa.

-Ya nadie se acuerda.

-No crea.

Nos trenzamos a charlar y no sé bien cómo pero al rato, mientras los otros destapan botellas, nosotros estamos en el dormitorio -porque esa es su casa, la de siempre- destapando una caja de alevosos recuerdos.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Historia del asesino, la víctima y el perro, de Carlos García Miranda

Parecía que el tipo sabía lo que hacía. Sentado sobre esa ruma de periódicos esperaba pacientemente a su víctima. Mientras fumaba cigarrillos negros, pensaba en lo que haría después. Un trago donde Henry’s, seguro. Luego vuelta a casa. Esperaría la llamada de Nick. Tendido sobre su viejo sillón desvencijado miraría televisión. Nick llamaría después de varios programas. El tío ya es fiambre, diría. Y Nick aprobaría la noticia con un good, good boy. Pasa a cobrar a eso de las cinco en el Café de Monk, diría luego. Y colgaría. No le daría tiempo para más detalles. El tipo tampoco esperaría más. Un par de horas después saldría de su apartamento. Tomaría la avenida principal. Aprovecharía para ver que están pasando en el cine América, su preferido. Si es jueves, pasarían las de Jacky Chan, y si es viernes las de Clint Eastwood. Cualquier otro día preferiría ir temprano al Henry’s. Tomaría su Capitán. Buscaría alguna mujer, bailaría, se emborracharía, pelearía con alguien, intentaría matarlo. Y después, ya de madrugada, volvería a su pieza. Al otro día esperaría una nueva llamada, no importaría si fuera el mismo Nick o Laredo o cualquier otro. Dame el nombre y el lugar, y asegúrate que la paga sea en billetes chicos, nada más, del resto me encargo yo, diría el tipo mirando su enorme panza en el espejo de su habitación. Y volvería a sentarse en algún lugar a esperar a su víctima, como ahora.

En su encuentro con Nick habría de tener más cuidado que con su víctima. A lo largo de los años eso ha llegado a cansarlo. Es casi como un rito. Nick trataría de joderlo con la paga. Llevaría gorilas, armas y amenazas. Finalmente le entregaría el dinero. Era una broma viejo, nada más, diría Nick después, mientras miraba a sus gorilas tendidos en la acera, muertos. Luego al América o el Henry’s, igual.

martes, 3 de agosto de 2010

El recado, de Elena Poniatowska

Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arranzan las ramas más accesibles... En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos... Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones... Pienso en ti muy despacio, como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.

lunes, 2 de agosto de 2010

Episodio del enemigo, de Jorge Luis Borges

Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón que no volví ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.

Me incliné sobre él para que me oyera.

—Uno cree que los años pasan para uno —le dije— pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.

Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.

Me dijo entonces con voz firme:

—Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora mi merced y no soy misericordioso.

Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:

—Es verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.

—Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.

—Puedo hacer una cosa —le contesté.

—¿Cuál? —me preguntó

—Despertarme.

Y así lo hice.