Así como ustedes, muchachos, yo tampoco creía en fantasmas y si hubiera escuchado alguna de las historias que ahora le cuento a Mario, mi psicólogo, sin duda alguna habría dicho pobre tipo y luego, convencidísimo, habría agregado: se volvió loco o se hace el loco, o mejor aún, acaba de enloquecer, o bien ya de plano se alocó, y el mundo, muchachos, escúchenme bien esto, el mundo es una interminable broma negra pero al menos yo, no sé si ustedes pero yo, el oficial Warren Supten, ex vigilante nocturno del glorioso Harry Ransom Center de la Universidad de Austin, aquí, a mis cuarenta y pico de años y siempre listo al llamado del orden, aún me encuentro a salvo.
¿A salvo de quién o de qué? Ah pues qué chinga eso ahorita mismo no lo entiendo bien. Ni ahora ni antes. Y es que, antes, lo que se dice hace un chingo de años, yo no hablaba así. Por ejemplo, hará seis meses nomás, broma era para mí sinónimo de chiste o de burla o de chanza, y negro era una palabrita prohibida que yo no hubiera podido usar nunca de los nuncas para hablar, por ejemplo, de los pinches negros. (Mario mi psicólogo —se los digo así en voz baja— los llama ‘afro americanos’ y si son chinos los llama ‘asiáticos’ y si son latinos los llama ‘hispánicos’ y si son indios los llama ‘hindúes’, y así le va muy bien en esto del networking porque lo dice de una manera tan correcta y musical que me cuesta imitarlo cuando me corrige con el acento y la cordialidad del blanco-texano que en realidad no es).
Dice, además, dos cosas estupendas sobre los fantasmas. La primera, Warren —me mira, lo escucho— es que parecen muy reales pero en realidad son el producto de un delirio, de una anomalía mental que es perfectamente controlable si uno la acepta y, claro, Mario, faltaba más, yo la acepto y eso se los he dejado bien clarito a todos los pinches fantasmas. La segunda es que hablar con ellos no debe entenderse necesariamente como un comportamiento sicótico porque hay una serie de ciencias oscurantistas con teorías no del todo descabelladas sobre el tema. Esto, desde luego, me tranquiliza. No he podido estar tranquilo desde que me corrieron del museo. A veces me entran ataques de pánico. A veces me pongo a llorar largo y tendido hasta que me duermo. Los días que no pasa ni lo uno ni lo otro, tengo unas ganas enfermas de ponerme el uniforme azul y volver al Harry Ransom Center a despertar a André y a Antonin y a Louis y a Paul para hablar más.
Si no fuera por mi pobre vieja, que sufre como nadie cuando digo estas cosas, ya lo habría hecho. Digo vieja y ustedes seguro piensan que hablo de mi mamá pero se equivocan. Mi vieja es mi mujer, Leonora Eulalia Campos Santos, señora y madre de mi guacho, el gran Miguelito Thomas Sutpen Campos. Esta es mi familia y yo soy Warren Sutpen y declaro ya mismo que me debo en corazón, cuerpo y alma a ella y a Trilce, nuestro hermoso perro labrador, un pastor alemán al que Miguelito llama Spooky con una terquedad que deberá acabársele pronto si quiere triunfar en la vida. Claro, lo gacho es que cuando no estoy presente, Leonora también lo llama Spooky porque, según dice, Trilce no es un nombre sano para una mascota. Mi pobre vieja. Ni siquiera sabe lo que significa y ya está chingando. Le he dicho una y mil veces que Spooky es nombre para perros gringos y jotos y el nuestro es bien mexicano y, si no le hubieran cortado las bolas, las tendría grandotas como los toros.
Por supuesto, a mí no se me ocurrió ponerle Trilce porque yo tampoco sé qué chingados significa eso y nunca se me da por hacerme el complicado. El de la idea fue el peruano. Mi amigo, el pinche peruano mala leche que me trajo toditita la noche encima. La cosa, Mario, va más o menos así: llega un día el muy cerdo y me pregunta por el perro y yo le contesto si se refiere a Spooky y él me dice que de qué color es Spooky y sin darme tiempo a responder agrega que si es negro, Warren, negro así como la muerte, no puede llamarse Spooky. Ah qué peruano matarife, pienso, tiene vocación de brujo. Spooky es negro como Cujo el de la película. El peruano se ríe y me ordena (porque yo lo sentí como una orden amable) a honrar al valiente afgano de Miguelito con el nombre de Trilce y cuando le pregunto por qué, habla del gran César y yo imagino a un indio piel roja igualito a los que exterminamos hace un chingo de años en este pinche y odioso país.
Pero me equivoco, claro: el gran César no es indio ni tiene rayitas de sangre en los pómulos. Era un señor poeta pobre y escribió un libro muy culto que nadie entiende. Yo aquí les digo culto ¿no? y el pinche peruano loco viene y me sale con que doloroso, Warren, poniéndome cara de estreñido, así como si al leerlo alguien le estuviera partiendo la madre al mismo tiempo. El día que aparece, yo me levanto tempranito, le doy un beso en la frente a Miguelito y, luego de echarme los tacos de chorizo con huevo que me prepara mi vieja, me voy con mi lonchera a tomar el bus. Los días regulares son eso: cama-beso-bus-museo y, luego, de vuelta, museo-bus-beso-cama. Yo soy feliz. Leonora es feliz. Miguelito es feliz. ¿Qué más hacemos para ser felices? No mucho. Los fines de semana nos vamos al cine o nos echamos unos tacos de pierna y un pozole gigante en el Arandas o nos vamos al lago y hacemos una BBQ escuchando el CD en vivo de los Tigres del Norte. Si mi vieja se anima en la noche, cuando Miguelito ya está jetón, cerramos la puerta y me le echo encima con cuidado y cierro los ojos para que mi Leonora se convierta por un ratito en una de esas chavitas que limpian el museo en el turno de noche. Desde luego, a Leonora no le gusta nada que trabaje de noche, taruga no es. Ya sabes Mario, más allá de todo y de todos, yo soy bolillo y en la chamba sólo hablo inglés y ahí mismito están las chavitas que ni bien ven gringo-amable ya están pensando en la green card que yo les daría encantado sólo por un pinche beso. Eso te lo digo a ti y me lo repito a mí mismo sabiendo que nunca voy a hacerlo porque soy un pobre pendejo.
Te hablo, entonces, de ahora; sólo de ahora porque antes yo era feliz y Leonora era feliz y Miguelito era feliz y no era nada complicado ir de la casa al museo y del museo a la casa. Pero, entonces, llega el peruano hijo de la chingada enano hocicón de mierda, y se me planta ahí delante como si yo le debiera lana. “¿Usted sabe quiénes fueron los Sutpen, señor?” me dice en español, como si me estuviera probando. “¿Usted se refiere a mi familia?” le respondo encabronado, poniendo sin sutileza mis manos en el estuche de la 45. “Los Sutpen son una familia, cierto…” agrega de pronto, mirando al techo del museo con aire de filósofo ausente, y ya estoy a punto de terminarle a la fea toda la chingadera, cuando escucho que me pregunta: “Thomas Sutpen, ¿es pariente suyo?” Ah no chingados, me digo, este pendejo me conoce y así sin pensarlo, le respondo que es mi padre y por un segundo, Mario, no, por cinco segundos, lo veo al viejo cabrón tirado en el porche de mi casa allá en El Paso, completamente ebrio, con toda la ropa vomitada y la cara sucia de grasa, y a mi madre pidiéndome, Warren, lleva a tu padre al cuarto que está enfermo y yo que lo recojo y él que desde el suelo me dice “tú no me toques, puto” pero así en inglés: “Warren, you son of a bitch, you’re a disgrace to this family! Do you understand…? Don’t dare put your nasty-faggot-hands on me!”, me decía y se reía y yo sabía, Mario, que tanta maldad suya era por mis amigos de la frontera: mexicanos como yo aunque yo fuera gringo y Thomas Sutpen, mi padre, sintiera todo el desprecio y la ira de esta tierra por ellos y por sus padres y por los padres de sus padres y por México entero.
“Thomas Sutpen existe” dice, entonces el peruano, sonriente y yo no entiendo nada pero ya siento unas ganas enfermas de partirle la madre. No lo hago. De hecho, hago todo lo contrario: me siento, cruzo mis manos y lo escucho con atención. “No se moleste, por favor: el otro día vine al museo y, mientras usted guardaba mi mochila, vi su apellido en el uniforme y recordé” No dije nada. “Sutpen, ¿me entiende?, el general Thomas Supten, llega a Mississippi después de la guerra civil y establece una dinastía maldita; una casta incestuosa y bastarda, mitad blanca mitad negra, ¿sabe de lo que estoy hablando?... Absalom, Absalom!, señor, su padre… su padre tiene el nombre de un personaje de Faulkner, y yo lo he descubierto”. Ah, pero qué peruano matarife. Mira nomás al muy ojete, venirme con sus historias de gente miserable y alborotarme la vida con sus pinches coincidencias que valen dick. Ese precisamente es el día en que todo se acaba, Mario. La noche me cae de golpe y no me doy cuenta de nada hasta que el muy mamón regresa sonriente con la novela dizque para prestármela. ¿Y qué hace el pinche Warren? Nada, no hace nada, dice “gracias, la leeré” y, en vez de cerrar el hocico, empieza a hablarle del hijo de la chingada de su padre que debe haberse muerto en la calle porque hace un chingo de años que no sabe nada de él.
¿Y entonces qué muchachos?, a ver, adivinen. Warren que abre el libro del señor Faulkner y lee y lee y se pasa dos noches enteritas leyendo en el museo como un poseso. Mi vieja no entiende qué pasa. A Miguelito le vale madres, él sigue pegado como un menso a la tele. Yo le digo a Leonora que me estoy informando sobre nuestros antepasados y también le hablo de nuestros orígenes sangrientos y, por primera vez en nuestros quince años de casados, llamo a mi padre por su nombre y ella que me mira con los ojos de alguien que ya tiene miedo. Mi pobre vieja, no entiende nada. Quiere leer la novela pero no sabe inglés y cada vez que le hablo del general Supten y de cómo sus hijos se matan por culpa de un amor incestuoso del que no saben nada, ella empieza a balbucear algo del demonio y de la virgencita de no sé qué pinche pueblo, y se echa a llorar y me pide de rodillas que vayamos a la iglesia, Warren, a rezar por tu alma. Y, claro, Mario, yo voy y me arrodillo y me persigno y le hago toditita la mímica a Leonora pero no rezo ni madres porque no puedo.
En adelante, los días parecen distintos, los viajes en bus son más largos y tediosos, la gente me observa, y el pinche calor de Texas me pone idiota. ¿Sabes qué es lo que hago? No sólo me leo de nuevo toda la novela del señor Faulkner, sino que voy como con sed a la biblioteca, por más. The Sound and the Fury, As I lay dying, Sanctuary, Light in August, todas, me las leo todas buscando más claves y el pinche peruano que no aparece ni por error. Un día en que estoy convencido de que me lo he imaginado todo, veo su pinche sonrisa en mi cara y su voz que me dice “Warren, ¿te gustó el libro?” y yo que estoy de nuevo a punto de madrearlo, respondo sin embargo que sí. Desde ese día, él dice que somos amigos y yo no le digo nada. No tengo valor para sacarlo a patadas del museo. La cosa empeora cuando me pregunta por los poetas del Harry Ransom y ahí mismo caigo en la cuenta de que desde hace tres años Warren Supten es el vigilante nocturno de un museo que nunca ha visto.
En eso estoy pensando cuando de pronto, sin que venga a cuento, el peruano empieza con las historias de esa gente muerta: “los surrealistas”, dice, con un misterioso furor, y yo pienso automáticamente en una de esas bandas chingonas de corridos mexicanos que tanto me gustan. Pero no. Me equivoco, Mario. ¿Qué chingados son los surrealistas? No lo sé, nunca entendí. El peruano dice que están aquí, en el Harry Ransom, como si estuvieran durmiendo en el segundo piso los muy cabrones. Mi silencio lo anima y, por eso, empieza a traerme libros de poemas raros que deja sobre la mesa. Durante la noche los leo buscando más claves, pero ahora no entiendo ni madres y, por primera vez, siento que el pinche peruano me está engañando. No le digo nada. Sigo leyendo, creo que por inercia. Una noche llego a casa desde el trabajo y, cuando intento dormir, me sucede algo muy curioso, Mario: no puedo. Tengo un chingo de palabras que me dan vueltas en la cabeza. Palabras que son como voces de mujeres y de niños al unísono. Palabras que hacen una frase que no dice nada pero que yo sé que he escuchado antes. “Es como una pesadilla pero estoy despierto”, le digo en la mañana a Leonora y ella enseguida, sin contener las lágrimas, acerca un rosario a mis manos y empieza a rezar.
Entonces me ruega desesperada que deje de leer. Me dice que la lectura es blasfema y que sólo trae dolor. Me pide que lo haga por Miguelito y yo le digo “no te preocupes, viejita, por Miguelito y por ti” aunque juraría que el cabrón de Miguelito no se entera de nada y sigue como menso frente a la tele. Esa misma noche, cuando todos los empleados del museo se han ido, me quedo mirando el lomo de los libros y descubro, con sorpresa, que hay uno nuevo. Nadja es el título y el autor es André Breton y recuerdo con nitidez que ese pendejo es uno de los poetas muertos de los que hablaba el peruano. Me imagino, entonces, que es otro libro indescifrable pero, luego, al abrirlo, me doy con que hay una historia como las del señor Faulkner pero esta vez con fotos y con dibujitos y, otra vez sediento, devoro el librito con impaciencia y buscando más claves. Nadja es una mujer escurridiza y parece estar loca. Es pobre, hermosa, se prostituye y el narrador quiere salvarla. Eso es lo que entiendo. Sin embargo, Mario, lo que me hace levantarme de pronto no son los ruidos extraños que empiezan a retumbar en los salones del museo, sino la frase subrayada que aparece al final del texto.
“La belleza será convulsiva o no será”.
No puedo creerlo. Me cae con violencia el veinte: ¡ésa era la frase que repetían las voces en mi sueño, Mario! Lo supe entonces y en ese mismo momento, cuando entro tropezándome al salón principal, los veo a los cuatro de pie, mirándome de frente y con la misma pinche sonrisa que yo ya le había visto antes al peruano mala leche. André y Louis y Paul y Antonin. Los poetas muertos. Se presentan con delicadeza. Me acerco a ellos sin miedo y charlamos y charlamos y charlamos, y eso es todo lo que hacemos hasta que amanece. El resto ya lo sabes. Sé lo que me vas a decir ahora porque ya me lo has dicho antes. He visto ese video de vigilancia muchas veces y entiendo que ese hombre sin camisa que habla y gesticula con las paredes del museo, soy yo.
Lo que me dijeron los fantasmas no se lo he dicho a casi nadie. Una vez se lo conté a mi pobre vieja y empezó con una desmayadera que era de nunca acabarse. La cosa va, más o menos, así: el día que salgo del hospital, tomo el teléfono y llamo a mi hermano el joto (porque yo tengo un hermano que sí es puto en serio) y, luego de echarle unas cuantas mentiras, consigo unas señas vagas del lugar en donde puedo encontrarlo. Me llevo la troca de mi vieja y le digo a Miguelito que nos vamos a dar una vuelta. Cuando Miguelito me pregunta si vamos a tardar no le digo nada, el lugar está a una hora, cerca de San Antonio, y sé que Miguelito va a quedarse jetón sobre el lomo del perro en menos de cinco minutos.
Cuando pongo mi mano en la boca babeada de mi pobre guacho, Thomas Supten está a menos de veinte metros de nosotros, con un letrero de cartón en el regazo y avanzando entre los carros sobre su silla de ruedas. Miguelito me pregunta si ya llegamos, y yo le respondo que sí y le señalo en silencio a ese señor enfermo que pide limosna en la pista. Saco un fajo de billetes del bolsillo y se lo pongo a Miguelito en la mano. “Dáselo y vuelve. Llévate a Trilce contigo” le digo y mi guacho asiente. Y es, entonces, muchachos, justo cuando veo a mi guachito caminando hacia el anciano, que comprendo todo lo que me ha pasado y sé que ya estoy a salvo. No me importa que Thomas Supten se beba esos billetes en menos de un día. No me importa que mi hijo le esté dando mi dinero a su abuelo sin ambos saberlo. Cuando Miguelito regresa y me pregunta por qué estoy llorando, le digo que no sé y trato sin fortuna de sonreírle.
Me gustaría ver la tele contigo, dice entonces Warren Supten, antes de encender el auto y emprender el regreso.
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