—Le aseguro, señora, que no estoy vendiendo Biblias ni nada por el estilo. Yo soy el Rey del mambo.
—¿El Rey de qué?
—Del mambo, señora, ¡del mambo!
—¿Y éso qué es?
La mujer mira con sospecha al hombrecito que le ha tocado la puerta, con apremio de amigo. Solamente protestantes y sinvergüenzas se atreven a golpear la puerta de gente decente a las diez de la mañana un sábado, cuando ella se ocupa de hervir la ropa sucia y asolear colchones.
—Es música, señora, música que está arrasando en México, Cuba y ahora aquí en Panamá.
Los ojos detallan el saco que parece pertenecer a alguien mucho más alto, los pantalones amplios, ajustados en el tobillo, dándoles aspecto de ropa de harem, la cadena de oro colgada hasta la rodilla, los ojos redondos, vivaces y el bigote a lo Fu-Man-Chú. En los pies, zapatos adornados por unas hebillas grandotas y ¡tacones! ¡Dios Santo, tacones!
—¿Qué clase de música es esa?
—Música para bailar, señora. Música con ritmo, y alegría, para menear el cuerpo y olvidar las tristezas, música para todas las edades, para todos los pueblos, ¡música! Música de la mayor, en si menor, do sostenido, blancas, corcheas, fusas... Aquí está todo, señora, permítame una demostración, —le enseña el abultado portafolio que lleva bajo el brazo.
—¡Ah! ¿Es que vende libros de música? Sinceramente no estamos interesados. Mi hija estudia en el Conservatorio Nacional y todos sus libros los compramos en el Almacén Mckay, allá por la Catedral. No creo que la dejen tocar el mambo que usted ha inventado. En realidad a nosotros solamente nos gusta la música clá-si-ca, —lo recalca para estar segura de ser entendida— música de verdad, la de los grandes compositores, Schuman, Bach, Chopin y sobre todo Rachmaninoff. Somos miembros fundadores de la Sociedad Pro-Arte Musical y mi hija asiste a conciertos desde que tenía cinco años. Así que, con su permiso, tengo mucho que hacer.
El hombrecito la detiene con un gesto imperioso, antes de que le tire la puerta en las narices.
—¡No! Tampoco estoy vendiendo libros de música, señora. Permítame presentarme. Mi nombre es Dámaso Pérez Pradoff —una sonrisa ilumina sus ojos redondos que parecen bailar en la cara redonda— Escuche usted: El martes comienzo un “show” con mi orquesta en el Hotel Internacional por una semana y necesito ensayar unos arreglos, pero en ese lugar, de día, no es posible acercarse al piano. Hay gente en el comedor a todas horas. Me distraen, me piden autógrafos —la fama tiene sus problemas— en fin, no puedo estudiar ni crear. Usted me entiende, ¿verdad, señora? Una persona culta como usted sabe bien que nosotros los artistas de música de verdad necesitamos absoluta tranquilidad. El camarero jefe me informó que él había oído que en esta casa tenían un piano nuevecito, recién traído de Europa, que es el mejor que hay en toda la ciudad y me he atrevido a venir hasta acá a suplicarle que me deje usarlo por unas cuantas mañanas para ensayar. Le pagaré bien, le aseguro, —añade al ver la cara de asombro de la mujer.
Isabel no ha conocido a nadie que se vista así, con esa cadena largota y los pantalones de pachuco; solamente los ha visto en las películas mejicanas que dan en el “Variedades” y tiene la vaga impresión de que todos son maleantes o por lo menos, marihuaneros.
—Bueno, es que... no sé qué decirle, señor Pradoff, francamente no podría... no sé...
—Cinco dólares por día señora, por tres horas de uso.
—No es el dinero, comprenda usted, pero no lo conozco y no sé si mi esposo estaría de acuerdo. ¿Cómo es que dice que se llama, Pérez Pradoff? ¡Qué nombre más raro!
—Nada tiene de raro, señora. Es el nombre de un compositor que ya es famoso en otras latitudes y muy pronto lo será en este bello país, si solamente me da una oportunidad de practicar en su piano.
Habla y gesticula y se empina en los tacones y hasta se persigna con un enorme crucifijo que le cuelga de una gruesa cadena de plata en medio del pecho; el gesto la impresiona; después de todo, un individuo capaz de adornarse con una cruz de Obispo no puede ser un maleante y acaba por acceder a su petición, aunque siempre le queda cierta desconfianza hacia el desconocido. Lo deja pasar y se arrepiente enseguida, pero es demasiado tarde. El hombrecito se apodera del piano, con un deseo que no deja lugar a dudas de su apremio en ensayar el mambo.
Abre la tapa que se desliza con facilidad y con una mano acaricia las teclas, asegurándose de paso que todas están a tono; para arriba y para abajo, dos o tres veces, los dedos se encaraman por las negras con una agilidad asombrosa, como el niño que encuentra su juguete favorito: Sol, acorde, escala, trino. Satisfecho, se quita la levita, acomoda los papeles y con el lápiz detrás de la oreja comienza su trabajo, sin darse por enterado del asombro de doña Isabel, que desde una esquina de la sala procura asegurarse de que es ella la propietaria de tan divino instrumento...
—Y por favor, señor Pradoff, ni se le ocurra poner nada húmedo sobre la tapa; es un mueble muy fino, traído especialmente de Nueva York para mi hija, que algún día será una gran pianista y no de mambos, puedo asegurarle.
Pero el otro, ensimismado en su música no le hace el menor caso y la mujer termina por retirarse a la cocina de mala gana, no sin antes advertirle a la empleada que no le quite el ojo de encima al señor Pradoff, porque no está segura de sus intenciones.
Es sábado por la mañana: En el patio, los chiquillos juegan, celebrando el día de asueto, las mujeres lavan la ropa de la semana y asolean colchones manchados de orín por los muelles del bastidor. Los del cinco duermen, porque la fiesta de anoche se prolongó hasta la madrugada; un radio en el vecindario toca a todo volumen el “swing”de moda, en la avenida los buses pasan a gran velocidad arrastrando el polvo de un verano seco.
El sonido empieza a elevarse poco a poco, entre vacilaciones y acordes sin consecuencia, como un llanto quebrado, indeciso, opaco.
¿Y a éso le llaman ahora música? —piensa la mujer en la cocina todavía molesta por su momento de debilidad.
Busca y rebusca armonía, la tonalidad exacta, el lápiz ágil dibuja y borra garabatos negros en el pentagrama, que crece y engorda, irritando a los del cinco que se han levantado con un tremendo dolor de cabeza, porque la juma les dura.
—¿Ya comenzó la flaca a machacar el piano? No hay derecho...
En la cocina, la mujer reza entre dientes para que el marido no regrese temprano, porque está segura de su enojo al encontrar al hombrecito compositor, rey de esa música detestable, aporreando el piano de su hija que tanto dinero le costó traer desde Nueva York. En la sala, la búsqueda cesa. Cerrando los ojos, el compositor se estira, abre y cierra los dedos con regocijo y ataca el teclado con el brío reservado para las grandes funciones. Fluye el ritmo y el sonido que se cuela por la puerta despertando a los perros que dormitan al sol. Los del cinco, negociando un café con manos temblorosas se asombran que la flaca tenga tamaña energía, pero al segundo compás se dan cuenta de que tiene que ser otro el pianista. Los chiquillos en el patio dejan de jugar a la rueda, los buses detienen su marcha veloz y hasta el “swing”, vencido, retira sus sonidos al otro lado del Canal.
¿Quién inventó el mambo que me provoca?
La gente se acoda en las ventanas y los balcones se llenan de oídos temblorosos y pies que cosquillean por encontrar pareja. En la cocina, doña Isabel escucha mientras le implora a Bach en silencio que la proteja de la tentación que el sonido levanta en su cuerpo. La dueña del piano llega sudorosa, interrumpido el juego, con ojos de asombro que recogen la imagen del pianista. Parado, baila y mueve el cuerpo al compás de la música alucinante, que sus dedos arrancan del piano, apoyándose en el pedal, a veces con delicadeza y otras con fuerza, mientras su figura se agiganta en cada nota.
...que a las mujeres las vuelve locas.
—“La postura correcta para tocar el piano es con el torso erecto, los codos ligeramente alzados, los dedos curvos, la cabeza fija en el pentagrama y la punta del pie derecho sobre el pedal”, —recuerda las palabras de la maestra enseñándola tocar las aburridas sonatinas, que en nada se parecen a esta maravillosa cascada de sonidos que levanta el hombrecito de pie frente al instrumento con los dedos estirados, listos para atacar las teclas.
Termina el ensayo y se despide cortés, ofreciendo el pago que Isabel rechaza.
—Se trata de un artista, aunque sospecho que no muy bueno. Sabes, Camilo, no te enojes, pero regresa mañana. Si, ya sé que es domingo, pero me rogó tanto y además lo mandó el dueño del Hotel. Es por culpa del piano nuevo, todo el mundo está hablando de eso, dicen que fue una extravagancia comprar un instrumento tan caro y con la guerra acabadita de pasar. Yo sé que somos la envidia de gente que no tiene la menor educación ni sabe nada de música. El señor Pradoff sólo estará aquí una semana y no creo que venga todos los días; no te preocupes que lo vigilaré de cerca para que no se lleve nada. No estoy segura si es cubano o qué, pero se viste muy raro, como en las películas mejicanas y hasta usa tacones. ¡Dios nos ampare, a lo que está llegando el mundo!
Y regresa al día siguiente acompañado de otro que, como él, parece extraído de una cinta de celuloide y ése empuña la trompeta y se disculpa diez veces antes de entrar, sin darse por aludido del malhumor de la dueña de la casa que le recuerda al pianista que su negocio es con uno solamente, ya totalmente arrepentida de su generosidad. El hombrecito habla y gesticula rodando los ojos redondos en su cara redonda y termina por convencerla una vez más.
El vecindario está alerta pero no deja de sorprenderse del sonido de los dos instrumentos que se disputan el ritmo con un desdoblamiento de acordes que acaba por vencer la timidez de la gente que, en los balcones y el patio, baila sin importarles el bochorno del mediodía. La rosacruz del tres cierra las ventanas de su apartamento, murmurando vagas amenazas en contra de los que así se atreven a perturbar la paz del domingo dedicado a la búsqueda de vibraciones especiales de la psiquis.
Los ágiles dedos recorren el marfil y el pie acaricia el pedal; los labios gruesos del trompetista soplan el metal, saturando el ambiente de notas y la avenida se llena de gente que estira el pescuezo para ver a través de las ventanas al rey de la armonía y el ritmo. En el apartamento de los Bermúdez la gente se cuela por todas las puertas, ansiosa de conocer a los artistas que se menean casi tanto como los bailarines.
—O terminan pronto o los boto de aquí —protesta el señor Camilo, sordo a la melodía por su carácter agrio.
—Le agradezco, señora, el favor que nos ha hecho. Completamos el trabajo y no tenemos necesidad de regresar. Espero que no haya sido mucha molestia y quiero verla con su familia en mi show. Si se identifica en la puerta tendré el placer de ofrecerle una mesa en “ringside” el martes, día del estreno.
—Muchas gracias señor Pradoff, le agradezco su invitación, pero nos será imposible asistir. Esa noche hay un concierto en el Teatro Nacional de un pianista polaco que interpretará los preludios de Rachmaninoff y como usted comprenderá...
Los ojos de la niña se humedecen de tristeza y sentada al piano, le dice adiós al rey del mambo con una temblorosa sonatina.
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