Los sábados a la mañana muy temprano mi mamá me preparaba el bolso antes de irse a la oficina a trabajar horas extras. Era un bolso demasiado grande para las cosas que, según ella, yo necesitaba para ir al club: la bikini verde con lunares blancos, el toallón marrón –uno viejo y bastante gastadito que ya habían descartado para usar en el baño y que además de toalla me servía de lona-; las hojotas que me habían regalado para reyes, el gorro de goma para el pelo –lo tenía largo, crespo y debajo de los hombros- y un pequeño neceser con un peine. A mí me hubiese gustado que agregara algún jabón, un champú y un bronceador, pero mi mamá me daba tanto miedo que no me animaba a pedírselo. Ella era una clase de mujer –por ese entonces tendría unos treinta y cinco y yo más o menos estaba por los
ocho- que me pegaba un chirlo si me sentaba en la cama y le arrugaba la colcha. También era capaz de dejarme marcados los cinco dedos de su
mano derecha en alguna de mis piernas si,
cuando íbamos a de compras al centro, me
atrevía a hacer un pedido fuera de lugar: una
crush en botella chiquita o un chocolate jack,
porque me gustaba coleccionar los animalitos
que venían escondidos en el chocolate. Muchas
veces cuando me encontraba jugando en el patio
con la muñeca cara, la que hablaba al tirarle de
una cuerda ubicada cerca del cuello, me
amenazaba con internarme pupila en un colegio
si consideraba demasiado fuerte la tirada de la
cuerda.
Por eso no me quejaba por lo del bolso.
-Malcriada –me decía y me miraba con sus
ojos verdes cargados de una furia que llenaban de
lágrimas los míos.
Al club iba con mi papá que los sábados
cerraba el negocio de repuestos de autos que
había comprado hacia dos años, a pesar de que
mi mamá le insistía para que lo abriera. No
andábamos muy bien de dinero. De modo que
ella iba a trabajar y él me llevaba al club. En
realidad no tenía más remedio que llevarme
porque no me podían dejar sola en casa. Lo que a
él le verdaderamente le gustaba no era llevarme a
mí sino jugar a las bochas con sus amigos y
comer asado. Le encantaban las mollejas y se
hacía preparar por mi mamá –que se ocupaba del
asunto después de preparar la cena y lavar los
platos mientras él fumaba sentado a la mesa un
cigarrillo negro y sin filtro- un chimichurri con
mucho orégano. El chimichurri de mi mamá era su orgullo. Lo guardaba en unas botellitas
de vidrio de jarabe para la tos a las que le quitaba
la etiqueta y a las que limpiaba cuidadosamente
con alcohol. Eso le gustaba a él: pavonearse con el
chimichurri y fanfarronear con los amigos, cuyas
mujeres, a diferencia de mi madre, se sentían
liberadas cuando el sábado sus maridos partían al
club a jugar a las bochas.
Así, más o menos a las diez de la mañana,
cada sábado nos tomábamos un colectivo que
pasaba a cinco cuadras del departamento en el
que vivíamos por aquel entonces, en Lerma y
Córdoba, en los bordes de Villa Crespo. Mi mamá
ya se había tomado su colectivo a las siete y media
para ir a hacer las horas extras y por supuesto ya
me había preparado el bolso y también me había
dejado organizado sobre la silla de mi cuarto un
conjuntito de ropa que debía ponerme ese día.
Siempre me parecía que los colores no
combinaban bien y que el equipito carecía de
gracia. Pero la cosa era que ni mi papá ni yo
llegábamos a despedirla. Todavía dormíamos y
ella, esos días, se comportaba como una mujer
mansa y no se atrevía a despertarnos. Era el día
especial en el que, a la vuelta del trabajo, me traía
el único chocolate Jack de la semana y así, a su
antojo, fui armando mi colección de animalitos de
plástico. En cuanto a nuestro colectivo, nos dejaba
a unas diez cuadras del club, metros y metros que
transitábamos con atropello ya que para llegar al
club, además, había que tomar una lancha.
El club quedaba en el Tigre y pertenecía a la
obra social del trabajo de mi mamá, un banco en
el que ella asistía a uno de los gerentes, nunca
supe bien a qué se dedicaba exactamente y eso
que ella se pasaba prácticamente todos los días
allí, de lunes a sábado de ocho a siete y después
casi no la veía porque iba da visitar a su mamá y
llegaba justo para hacer la cena, lavar los platos,
hacer el chimichurri y meterme en la cama.
El club Regatas El Trébol me hacía parecer
una nena poderosa. Los jardines inmensos que
daban al río Luján, los largos caminos arbolados,
la lancha que nos cruzaba de una orilla a la otra,
las amplias escalinatas de mármol, las canchas de
tenis que nunca pisé, los botes a los que jamás me
subí y la gente que concurría, tan distinta a la que
acostumbraba a ver, tan lejana y, a mi mirada de
nena, inalcanzablemente espléndida -por sus
ropas, sus modales y su elegancia- me hacían
resistir el aislamiento que me imponían esos
paseos al club donde no tenía amigos, no me
relacionaba con nadie y me sentaba sola en un
banco mientras mi padre y sus amigos jugaban a
las bochas, un juego que, por lo demás, nunca
entendí bien. No me quedaba claro cuando se
perdía o cuándo se ganaba. Y lo más notable es
que no le encontraba ninguna gracia. Pero por
estar en ese mundo de ensueño yo toleraba pagar
el precio tanto de la soledad como de la
incomprensión.
A la hora de hacer el asado, mi papá y sus
amigos le pasaban la cancha a otra banda de
hombres y ellos se dirigían a las parrillas del fondo,
una de la cuales siempre era reservada por el
primero de la banda que llegaba al club, rara vez
esa persona era mi padre.
La banda de mi padre se sentaba a la mesa
y mientras se entretenían con las achuras
–chorizos, morcillas y mollejas-, esperaban con
ansiedad el asado de tira y algunas veces, algún
pedazo de lomo. Lo que nunca faltaba eran un par
de damajuanas de vino tinto, de cinco litros cada
una. En vasitos de plástico bebían su contenido y
muchas veces se quedaban con ganas de más.
Llevaban la borrachera con dignidad, lo peor que
podía ocurrir era que se trenzaran en una
discusión a los gritos por alguna cuestión política.
Nunca llegaban a las manos, nadie vomitaba, ni
se ponía excesivamente agresivo.
Yo me comía medio chorizo y me quedaba
sentada al lado de mi papá escuchando lo que
conversaban o se gritaban. Era entretenido, pero
cuando a veces cuando gritaban durante mucho
tiempo, sentía vergüenza y me quedaba como
entumecida sentada en mi lugar, preguntándome
qué pensaría toda esa gente espléndida de los
griteríos bochornosos.
Un sábado mi papá no pudo jugar a las
bochas. Ninguno de sus amigos concurrió al club.
Mi papá se quedó muy desconcertado y trató de
sumarse a otras bandas de hombres que jugaban
pero no hubo caso. Eran grupos muy cerrados y
no lo admitieron.
Entonces, resignado, se dirigió a al parrilla
del fondo y se puso a preparar lentamente el
asado. Yo lo seguí. Esta vez sólo preparó asado de
tira y separó una de las damajuanas. Yo
acompañaba todos sus movimientos y él se sintió
fastidiado por lo que me apartó con un empujón
que me hizo trastabillar y por el que casi me caí al
piso. Como me di cuenta que lo molestaba mi
compañía me senté a la mesa que habíamos
elegido ese día y esperé sentada hasta que me
sirvió mi ración de asado de tira. Comimos en
silencio. Mi papá tomó una de las damajuanas y
comenzó a servirse vino tinto en su vasito de
plástico. Se sirvió como media damajuana y
luego cayó rendido, inclinado contra la mesa,
como si estuviese muerto. Al principio me asusté
pero el susto me duró unos minutos: cuando
empezó a roncar suavemente me di cuenta de
que había sido el vino lo que lo había puesto en
ese estado de inconciencia.
No me animaba a sacudirlo, ni siquiera a
llamarlo para que se despertara. Siempre me
daban miedo las reacciones que podían tener mis
padres ante algún pedido mío.
De modo que durmió durante dos horas,
desplomado sobre la mesa mientras yo lo
contemplaba con más vergüenza que la que me
producían los gritos que a veces se daban entre
sus amigos. Dos horas petrificada en el asiento,
viendo cómo los socios espléndidos del club
pasaban cerca nuestro y murmuraban alguna
cosa que yo imaginaba que tenía que ver con mi
papá tirado sobre la mesa.
Cuando se despertó me agarró del brazo.
Me hizo poner la ropa arriba de la malla y no me
dejó calzarme los zapatos. Ese día me fui con las ojotas y traqueteé con bastante dificultad las
cuadras hasta el colectivo que nos dejaba en casa.
Las ojotas eran incómodas para caminar trechos
largos.
Llegamos como cada sábado sobre las siete
de la tarde. Mi mamá ese día había llegado más
temprano y estaba planchando la ropa que había
lavado durante la semana.
Se saludaron con mi papá con un beso
rápido en la mejilla y mi papá se dirigió directo al
baño. Desde detrás de la puerta escuché sus
arcadas.
Mi mamá siguió planchando e hizo como si
no escuchara pero me di cuenta que estaba atenta
a cada sonido que provenía de donde estaba mi
padre. En la cuarta o quinta arcada fue cuando
me miró.
-¿Y el bolso? –me preguntó.
Aterrorizada, me di cuenta que me lo había
olvidado al lado de la mesa donde mi papá se
había tomado la damajuana y luego desplomado
en esa siesta que me humilló como nada hasta
entonces lo había hecho en mi vida.
Intenté balbucear una respuesta, explicarle
lo que había pasado, el vino, la dormilona, la
salida rápida, pero mi mamá ya estaba cargando
la mano derecha sobre mis piernas.
-Desagradecida. Ese bolso me costó dos
sábados de horas extras.
Bajé la cabeza y apreté fuerte los labios para
aguantar los golpes. Mi papá salio del baño justo
cuando mi mamá estaba dándome el último.
-Si te pegan, pegá más fuerte –me ordenó.
Sin pensarlo le obedecí y le pegué a mi
mamá una cachetada con toda la fuerza que pude
juntar. Le dejé la mejilla roja, tan roja como
estaban mis piernas.
Mi mamá retrocedió, no sé si sorprendida o
atontada. Mi papá se cruzó una mirada con mi
madre y salió a la calle.
Mi mamá siguió planchando y de vez en
cuando se tocaba la mejilla, parecía dolorida. Ese
día mi papá volvió a casa muy tarde.
Nunca más volvimos al club. Mi papá dejó
de jugar a las bochas y empezó a abrir el negocio
los sábados. Mi mamá siguió con las horas extras,
pero ahora hacía medio turno.
En cuanto a mí, apenas mi mamá cobró su
primer sueldo luego del episodio de la cachetada,
recibí de regalo un bolso idéntico al que había
perdido.
Esa misma noche lo deposité en la basura.
Con envoltorio y todo
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