Me preguntan una y otra vez por qué lo he hecho. Yo trato de explicárselo, pero no me escuchan. Cuando me hablan, lo hacen en un tono agradable, razonable; y, cuando contesto, observan un silencio cortés. Me oyen, pero no me escuchan. Frente a mí hay una mesa cubierta de hojas de papel llenas de datos relativos a mi caso. Datos irrelevantes, que describen qué ha ocurrido, pero no por qué. Contemplo las palabras que integran mi confesión. Soy culpable, cuidado, eso no lo niego. El muchacho tendría unos diecisiete o dieciocho años. No, no nos conocíamos de nada. Nos hemos cruzado por la calle por pura casualidad. Él, con sus zapatillas deportivas, sus andares saltarines y su cara de pocos amigos. Cuando le he atravesado la cazadora de nylon con el cuchillo, se ha caído de rodillas y se ha quedado mudo del susto. Le he clavado el cuchillo más de ciento setenta veces. Se lo he clavado hasta que no ha quedado nada sólido que acuchillar. Después, bañado en su sangre de pies a cabeza, me he sentado en el bordillo a esperar a que éstos vinieran a buscarme.
—Sí, me parece bien —digo mientras repaso detenidamente el contenido de las páginas—. Es exactamente lo que ha pasado.
—¿Se da usted cuenta de lo que ha hecho? —pregunta uno de los policías incrédulos.
—Desde luego. Con su permiso, les explicaré también el porqué —como estoy esposado, no hay razón para no dejarme utilizar el bolígrafo. Esto lo quiero escribir de mi puño y letra.
Mediados de julio. Uno de esos días anodinos de calor. Huele a campo. Las esporas de los dientes de león se unen a las corrientes ascendentes de aire caliente. Un escarabajo se posa entre las hojas polvorientas de un seto con un zumbido perezoso. Verano en las afueras de Londres. El solsticio cubre los jardines desiertos del sur de la ciudad con una manta somnolienta de color amarillo.
Las tapias de los jardines de Westerdale Road están decoradas con conchas. Todas las calles de alrededor lo están, cada una a su manera. Farmdale Road tiene una casa parroquial de época victoriana donde se reúnen exploradores y lobatos y se obliga a los niños a asistir a sesiones dominicales de catequesis. Ormiston Crescent es una calle silenciosa en forma de ele habitada por viudas decrépitas y malhumoradas que se asoman a la puerta en cuanto oyen botar un balón.
Como todas estas calles, Westerdale Road tiene sus propios personajes. La pareja de sordos que cada invierno se encuentra con que se le ha helado el estanque y tiene que ir derritiendo bloques de hielo en un barreño puesto junto al fuego para descongelar a los peces de colores. La vieja que tiene gatos disecados en el aparador. En algunos jardines hay refugios que sobrevivieron a la guerra y que han sido reconvertidos en cobertizos para las herramientas. También hay quien los usa como corral, para desesperación de los gatos del vecindario, a quienes el olor y el cacareo de las gallinas vuelve completamente locos. Más allá la calle se reduce a un hombre que se pasa las horas sentado a la puerta de su casa sonriendo al sol con cara de idiota.
La calle se desvía hasta desembocar en Westcombe Hill. ¿Por qué habrá en la ciudad tantas calles que suenan a campo? Combedale Road, Mycenae Road... Las fachadas traseras de las casas forman callejones que evocan a la época victoriana y que mi madre encuentra muy poco de su agrado. En el fondo, aún hay categorías. Los locales que dan a estos callejones están copados por los comerciantes de Westcombe Hill, y el hacinamiento provoca una familiaridad en el trato que mi madre considera de lo más vulgar. Nuestra casa, el número 35, es una de las pocas con jardín. No tenemos ninguna tienda en los bajos. El hecho de que nosotros seamos relativamente pobres mientras ellos se dedican a adquirir coches, televisores y otros artículos de lujo no tiene nada que ver.
Mediodía. El sol abrasa las calles en silencio, y todo el mundo sabe dónde está su sitio. Las amas de casa se esconden en lo más hondo de sus casas adosadas para quitar el polvo de los aparadores, preparar confituras y ocuparse en otras mil tareas sin abandonar el fresco de las habitaciones más sombrías. Sus maridos, mientras tanto, se secan el sudor encerrados en despachos de organismos oficiales, patrullan salas de máquinas o cumplimentan impresos en polvorientas dependencias bancarias. Sus hijos ya están todos en la escuela, recitando las tablas, jugando a pasarse el saco y esperando la hora del recreo de la sobremesa, cuando la maestra sale al patio de Invicta Infants y abre la verja del fondo, la que da al prado, un pequeño cuadrilátero de hierba verde esmeralda rodeado por una valla de alambre. Aquí, lejos del cemento ardiente, podemos tumbarnos boca abajo a leer los tebeos que nos vamos intercambiando. Es un rincón tranquilo, cálido y silencioso (las maestras dicen que el ruido es de una vulgaridad intolerable), y, aun sabiendo que estamos en una calle cualquiera de las afueras, nos parece estar en plena campiña.
¿Qué tendría aquel barrio que lo hacía tan especial, tan irreemplazable y tan irrepetible? Un puñado de calles, un estanque al otro lado de una tapia donde los espinosos se metían en tarros y las libélulas sobrevolaban el agua aceitosa, una vía con un estrecho paso subterráneo para peatones, una estación de madera color nicotina y sendas hileras de farolillos verdes a lo largo de los andenes. Alguna que otra tienda: una exposición permanente de muebles permanentemente desierta, el propietario a la puerta del local húmedo y oscuro, víctima de un optimismo injustificado; un tren eléctrico expuesto en un escaparate con una ranura enmarcada en metal para que pudiéramos ponerlo en marcha con una moneda; un estanco donde guardaban las golosinas en grandes recipientes y los artículos de broma —que nunca estaban a la altura de lo prometido en el paquete— en una estantería a propósito (¿qué niño de hoy en día entendería el placer de recurrir al hollín de mentirijillas?); una farmacia donde había bocales llenos de agua tintada y una báscula cromada y gris con una cesta de mimbre; el escaparate de una panadería lleno de ratones de azúcar rosa y blanco, rosquillas glaseadas, merengues y pastel de Batenburg. Un anuncio de no sé qué quitaesmalte pintado en una pared y en el que aparecía una ama de casa regando alegremente con agua hirviendo una reluciente mesa de comedor. Carteles de cine protegidos con alambre. Una ferretería con una tina colgada a cada lado de la puerta.
A este nudo de calles y líneas férreas hay que añadir un puente de hierro y un terraplén cubierto de campanillas blancas que delimitan el espacio vital de varias familias cuyos hijos ostentan nombres olvidados: Laurence, Percy, Pauline, Albert, Wendy, Sidney... Aquí no caben aspiraciones pequeñoburguesas; sólo la quietud del verano, el leve zumbido de los insectos, las abejas que liban el néctar de las flores del jardín de la comisaría, las tortugas y las gallinas que se acurrucan entre los arbustos huyendo del calor, los gatos que duermen la siesta en escaparates protegidos por cortinas de acetato amarillo, la vida más inmediata, una vida sensata e insípida que se abre como una flor, hecha de días parsimoniosos como el mecanismo de un reloj —un estado implacable que nosotros, siendo todavía niños, creíamos inmutable y que ahora, perdido para siempre, se nos antoja tan inalcanzable como si perteneciera al mismísimo imperio de Isis en Egipto—. Las dunas han ido avanzando hasta borrar el perímetro de mi felicidad. Busco los mojones que dieron forma a mi vida y no encuentro más que alquitrán, cemento armado y acero, el caparazón muerto de algo que ya sólo puedo ver con los ojos de la imaginación.
Volver la vista atrás, hacia aquella época de parques al atardecer, de bandejas de jarras de cerveza que nuestros padres salían a beberse a la calle, de llamadas a gritos que nuestras madres se intercambiaban desde el patio, es asomarse a un mundo que el poder adquisitivo de los adolescentes aún no ha logrado alterar. A un período de posguerra que duró apenas quince años. Beeching clausuró la línea férrea, y los urbanistas se encargaron de partir la calle por la mitad, derribar las casas y enterrar bajo una inmensa capa de cemento colina, calles, tiendas, vías y jardines, hasta que todo, como una planta sin raíces, pereció.
Las tiendas se tapiaron. Las familias fueron realojadas. Vibraciones saturadas de gasolina sustituyeron el silencio de antaño. Algo queda todavía: un puñado de casas, una tienda cerrada, restos de la acera que un día pisara con la cara levantada hacia el sol... La autopista que se extiende sobre las ruinas del barrio ha caído en desuso: una lápida de cemento para toda una generación. La nostalgia edulcora el pasado, pero en este caso el pasado es dulce de por sí. Y, mientras quede alguno de nosotros en pie, lo seguirá siendo. La vida nos había enseñado su lado más bondadoso, amable, constante. Yo fui testigo de la destrucción de todo aquello en lo que había creído. De la corrupción de toda inocencia. Del mancillamiento de toda pureza. De la degeneración en caos de toda estabilidad. Y lo mismo podría decir la mayoría de la gente de mi edad. Mi generación ha presenciado más cambios que ninguna otra. La mayoría nunca da muestras de la indignación, el horror, la tristeza que siente. Prefiere tapiarla, esconderla y dejarse morir. Yo decidí no hacer lo mismo.
No conocía al muchacho. Apenas le he visto la cara. Los años nos empujan a dejar a un lado el pasado y a actuar con madurez, pero en el presente reina el caos. Me he hecho mayor. Me estoy adaptando a mi época. Formo parte de la nueva anarquía. Soy un hombre moderno. Puedo hacer lo que sea. Y, si dicen que estoy loco, mejor que mejor; así podré volver a ser un niño. La niñez es un sinfín de esperanzas centelleantes con una sonrisa tan ancha como una noche de verano. Esto es lo que escribo. Lo he matado porque quería recuperar algo. La memoria nos devuelve la sensación, las palabras la fijan para siempre sobre el papel, pero el hecho... Albert Camus dijo que la obra de un hombre no es más que el largo camino que éste recorre en busca de las primeras dos o tres imágenes que un día le llegaron al corazón con toda su grandeza y simplicidad. He vuelto a casa.
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