viernes, 5 de febrero de 2010

¿Qué?, de Dalmiro Saenz

Llovía sobre los techos de las casas, sobre las calles, sobre las veredas, sobre la ciudad mojada que se reflejaba a sí misma en el espejo negro del asfalto. 
Ana estaba diciendo -tengo miedo- cuando el hombre sentado junto a ella detuvo el limpiaparabrisas y el ruido de la lluvia pareció repiquetear con más fuerza sobre el techo del camión detenido al cuatro mil de cualquier calle. 
-¿Dónde estamos? -dijo casi llorando- quiero irme a casa.
Y el hombre, que ella sabía que se llamaba Pedro y que mantenía sus manos sobre el volante ahora, pero que hacía unos instantes la habían apretado, acariciado, roto el cierre de la pollera y uno de los ojales de su blusa, mientras ella se defendía con sincera indignación y apretaba sus labios y sus muslos en un inútil forcejeo, contra esos brazos, contra esa boca, contra esas manos que ahora sobre el volante, parecían dos animales saciados y conformes. 
Ana lloraba cansada y triste mientras el hombre que una hora antes le había dicho desde la ventanilla del camión -Si va para el centro la llevo- y que ella bloqueada por la lluvia y apurada por la hora había contestado -Sí- ahora miraba su pelo caído sobre la cara y su cara bajo las lágrimas grandes, que desde los ojos grandes bordeaban la nariz, la línea de los pómulos y algunas de ellas entraban en su boca. 

-¿Por qué? -pudo decir entre dos sollozos. Y el hombre sacó un pañuelo del bolsillo del saco, con un olor tan lejano que parecía un recuerdo, pero que ella no olió, a pesar de tenerlo ahora sobre su nariz cuando el hombre le dijo: 
-Soplá. 
Ana sopló, lo tomó con sus manos y volvió a soplar ahora más fuerte mientras limpiaba un poco sus lágrimas aplastadas sobre los pómulos, sobre los bordes de la nariz y sobre los ojos también aplastados por el pañuelo, que ella plegó con ancestral pulcritud como guardando su llanto dentro de él. 
Entonces el hombre le había dicho. 
-¿Dónde querés que te deje? 
-Acá, me bajo acá. 
- Te vas a mojar toda, ¿dónde vivís?
Ella dijo la dirección de esa casa que rebalsaba ese cuarto, que no era ni feo ni lindo ni sórdido ni alegre ni frío ni triste ni siquiera chico, con el papel híbrido de sus paredes, con la radio en la mesa de luz, con una fotografía de ella misma sonriendo trás el vidrio y entre los cuatro límites del marco. 
El hombre manejó lentamente, en la noche destrozada por las luces de los coches, de los faroles, de algún cartel luminoso cuya luz empapada dejaba ver la lluvia que continuaba. 
Él le dijo después de un rato: 
-No es muy importante, ¿sabés? y ella más tranquila había contestado: 
-No, ya sé. 
-Tenía como rabia. 
-¿Rabia? 
-Sí, creo que sí. 
-¿Rabia? 
-Sí. Es como si te fuera tan fácil ser como sos. 
Ana no preguntó -¿cómo soy?- para que él no contestara linda o bonita o algo así. Porque estaba como cansada de esa cara y ese cuerpo que le habían proporcionado un empleo de modelo y unos cuantos amores frustrados y marchitos. Pero lo miró en los ojos cansados cuando le dijo: 
-Siempre me pasa, todo termina así. 
-No -dijo él- no es eso, parece que fuera eso pero no es eso. 
Ella no entendió y probablemente él tampoco porque después dijo: 
-Es como ganas de decir cosas. 

* * *

-Es la necesidad de trascender -dijo María José, y su marido desde el otro extremo de la mesa se rió fuerte y le contestó: 
-Trascender, lograrse, canalizar, frustrar, son las palabras que están de moda. Cada diez minutos María José las dice. 
Los demás comían y María José insistió: 
-Es lo que nos pasa a todos: necesitamos trascender -y algunos se reían y otros masticaban y alguien dijo a alguien: 
-Hoy no hay cosa más cache que no ser cache. 
Y el tema ahora era otro, como pasaba siempre, como pasaban las horas y los días y los años y las casas y las bocacalles que iban quedando atrás del coche que el marido de María José manejaba después de esa comida en San Isidro. 
Ella sentada a su lado dijo: 
-Sí, muy simpáticos -porqué él le había dicho -Qué simpáticos son los Pereyra- y ahora el silencio que rodeaba casi siempre esos diálogos dependientes de lo inmediato, de lo tangible, de lo simple, de lo que surgía tras los pensamientos basados en pensamientos ya estipulados, y de los hechos basados en otros hechos también estipulados o por lo menos previsibles, dentro de esa lógica estipulada de jerarquización de lo previsible. 
Cuando el coche se detuvo la lluvia dejó de caer en el círculo de la vereda bajo el paraguas recién abierto, y cuando entraron en la casa, él le dijo un poco antes de que ella sonriera: 
-Estabas muy mona hoy. 
-¿Y ahora? 
-Ahora también y vas a estar más dentro de un rato. 
-Tal vez sea esto lo importante -pensó María José con el camisón ya puesto sobre su cuerpo recién venido de su desnudez frente al espejo del baño, que había reflejado su juventud sin trabas, para sus ojos, para sus manos, para las otras manos que la esperaban frente al otro espejo de su cuarto, y que ahí, después del beso largo y ancho y activado por los labios y las lenguas dóciles y agresivas, se había apretado contra el otro cuerpo también recién venido de su desnudez bajo el pijama. 
-¿Por qué nos gusta hacerla delante del espejo? -dijo María José mirando sus propias palabras reflejadas, y que tal vez vinieran del fondo del otro espejo o del fondo de los tiempos, pero ahí, la forma de los labios y sus movimientos tenían una vigencia mucho mayor que las palabras, y cuando éstos quedaron entreabiertos sin palabras, el vislumbre parcial de sus dientes dejó sin contestar bajo los besos, la pregunta ya contestada. 
Ahora estaban sobre la cama y los movimientos tenían algo de dependencia a otros movimientos, como si en ese diálogo de posiciones lo espontáneo estuviese supeditado a posiciones, como dos boxeadores accionando en el centro de un ring o como las ideas de los hombres. 
Cuando él le dijo:
-¿Terminaste? 
Ella no necesitó simular como otras veces porque había tomado whisky y vino en la comida y después cognac, y ahora los dos quietos se sonrieron sobre la almohada. 
-Tal vez sea esto lo importante -pensó María José.

* * *

Ana caminó varias veces con distintos vestidos y la misma semisonrisa por la alfombra verde de Astesiano, el brazo se balanceaba en un estudiado y antinatural movimiento, mientras la mirada por encima de las cabezas de los clientes parecía escudriñar un horizonte cercano, ambiguo e inexistente. 
Ya era tarde cuando las luces se fueron apagando tras la última señora que parecía nunca irse. 
Las modelos se desvestían colgando con cuidado los vestidos ajenos e introduciéndose apuradas en los vestidos propios, que luego tapaban con los tapados también propios de corte color y precio similares a otros muchos. 
Ana ahora, y la calle y el primero y el segundo y tal vez tercer paso que la acercaban al cuarto aquél ni feo ni lindo ni sórdido ni alegre ni frío ni triste ni siquiera chico, pero cuya puerta no se abriría a la hora acostumbrada porque a esa hora Ana estaba diciendo: 
-No sé porqué vine. 
-Yo sí -dijo Pedro. 
-¿Por qué viniste? ¿por mí? 
-No, por mí. 
-Cuando te vi ahí en la puerta esperándome, pensé que estabas loco, después de todo después de lo mal que te portaste después de... ¿cómo sabías que trabajaba ahí? 
-Vos me dijiste. 
-¿Sí? 
-Sí. Me contaste que eras modelo que vivías sola que habías estado dos veces de novia. 
-Y vos a mí ¿qué me contaste? 
-Que me llamaba Pedro. 
-Que te llamabas Pedro, que te daba rabia que me fuera tan fácil ser como soy. . . ¿por qué estoy ahora acá, me podés contestar eso? 
Él miraba adelante y ella bajó la ventanilla, porque estaban en el camión yendo bastante ligero por la costanera junto al río, y el viento se desordenaba en el pelo de Ana, que con los ojos semicerrados estaba sonriendo sin saberlo. 
Se vieron al día siguiente y al otro y al otro, y junto a una pared en algún lado él le tomó la mano un rato largo, mientras la tarde que ya casi no se veía sobre el empedrado de la calle se demoraba un poco más sobre los árboles. Ana lo miró en los ojos como descubriéndolo, y unos chicos pasaron junto a ellos con la pelota bajo el brazo por fin quieta, y era Ana ante Pedro recién llegada del asombro. 
Cuando volvieron al camión ella dijo lentamente: 
-Pedro, esto es muy serio. Todo es muy serio, estoy una barbaridad de enamorada, tengo miedo. 
-¿De qué? 
-De vos y yo, somos tan distintos, queremos cosas tan distintas, quiero pensar como vos, hacer lo posible para pensar como vos, para que me gusten las cosas que a vos te gustan, quiero conocerte, saber todo. ¿Dónde vivís? 
-En un hotel. 
-¿Cómo es tu cuarto? 
-Es un cuarto. Casi nunca estoy. 
La mano de ella se detuvo en la manga de la campera de él, sobre la forma y el volumen de los músculos del brazo, totalmente distintos a otros brazos sin forma y sin volumen, que alguna vez habían aprisionado no sólo su cintura sino también su pasado, y que ahora también parecía sin forma y sin volumen. 
-Pedro. 
-¿Qué? 
-Quiero más... no bobo, más de vos, ¿cómo es tu vida?, ¿tenés amigos? 
-Algunos. 
-¿Quién por ejemplo? 
-Pascualito -dijo él al presentarlo al día siguiente en la mesa de ese café, en una esquina formada por dos calles de nombres inverosímiles para Ana, cuya mano acababa de soltar la otra mano que ahora reposaba sobre la mesa junto a las cáscaras de maní y los carozos de las aceitunas y de un poco de la soda que había rebalsado de uno de los vasos. 
Los tres se miraron y Ana dijo: 
-Pedro me ha hablado mucho de usted -y como ninguno de los dos decía nada ella insistió-; me contó que a veces usted lo acompaña cuando tiene que hacer algún viaje largo con el camión. 
-Y... sí, a veces -dijo Pascualito sonriendo a través de los dientes que le faltaban, en esa boca que parecía hecha para no tener dientes o para esa risa que cada tanto surgía casi sin motivo, ronca, lejana, como recién llegada de algún tiempo vasto e ilimitado. 
-Jugamos juntos al fútbol -había dicho Pascualito y Ana quiso decir. 
-¿Ah, sí? 
O tal vez lo dijo, pero debajo del “¿Te acordás? de Pedro” y de las anécdotas y recuerdos de ambos hombres que llenaron su silencio. 
Volvió a intentar hablar una vez más, pero sus temas parecían morir con sus palabras, y esa noche en la cabina del camión sobre el pecho de Pedro lloró un rato largo y después dijo: 
-Ves ves, es inútil, somos como extranjeros... me hubiera gustado ser amiga de tus amigos... pero no se puede, no ves que no se puede. Ese Pascualito tuyo no me escuchaba ni le interesaba y lo que es peor a mí tampoco me interesaba, le tenía como asco. 
Él le acarició el pelo y miró su mirada y cuando le dijo: 
-A él tampoco le gustaste -ella levantó la cabeza y dijo: 
-¿No? 
-No.
-¿Cómo sabés? 
-Sé cómo son las mujeres que le gustan. 
-Gordas, seguro. 
-Ana -le dijo él- no es importante. 
La mano de Pedro se demoró un rato en el botón de su blusa, luego lo soltó y cuando ella dijo: 
-No me toqués, no quiero que me toques - esa misma mano la golpeó dos veces en la cara y se quedó después sobre su hombro.
Ana histérica le gritó: 
-No quiero verte más, me das asco, soltame. 
Ahora la mano no estaba más en donde estaba, y en su lugar estaba el dolor que la mano había aplastado sobre su hombro, mientras la otra mano la golpeaba en la cara sacudiendo el llanto que enmudecía en cada golpe como si el sonido del dolor y del miedo no pudiesen coincidir con el de la furia. 
La blusa rota quedó colgando de su cintura, mientras el corpiño también roto liberó los pechos chicos de su forma, y estos parecieron titubear como indecisos en el trémulo desconcierto de su forma, y cuando las manos se cerraron sobre ellos el dolor se hizo grito en su boca abierta, que bajo la otra boca también abierta parecía devorar el hambre de los siglos.
No lloró esa noche, ya en la cama de su cuarto, pero mantuvo los ojos abiertos bajo el techo blanco cuadrado y quieto sobre su cuerpo dolorido y también quieto, y cuando la mañana diluyó el perfil que la lámpara prendida mantenía en la pared, el llanto apretado en el espacio de su pecho y entre los límites de su angustia, se desbordó en el espacio de su tristeza y entre los límites del piso y el techo y las cuatro paredes de su cuarto.
A la tarde fue a su trabajo y los "hola Ana" de las otras modelos quedaron sin respuesta mientras se sacaba el tapado que dejó caer sobre la banqueta frente al espejo.

* * *

María José estaba sentada en el borde de su cama junto a la caja abierta con el tapado.
-¿Y esto? -dijo su marido que acababa de entrar. 
-Se equivocaron -dijo ella- mandaron otro. 
-Pero mira que son bestias... es usado... debe ser de algunas de las modelos, qué animales, ¿hablaste? 
- No. 
-¿Por qué? ¿Qué te pasa? ¿Querés que yo hable? 
Buscó el número en el índice y después marcó: 
-Hola... mire, yo estuve con mi mujer ayer en el desfile de modelos, sí... y compramos un tapado... sí, sí... eso es, mandaron uno... eso, sí... no, no es nada... lo mandan ahora, bueno muchas gracias.
Cortó y le dijo a María José: 
-El cadete se equivocó, trajo el de la modelo, el de ella. Te lo mandan ahora. 
Se sentó en la cama y cuando dijo: 
-¿Qué hiciste hoy? -su mirada se detuvo en un papel plegado sobre la falda de su mujer. 
-¿Carta? -dijo señalando. 
-No... no... estaba en un bolsillo del tapado. 
-¿De éste? 
-Sí. 
-¿A ver? 
Estaba escrita a máquina y él la empezó a leer despacio y luego alarmado le dijo: 
-¿Viste lo que es? 
-No.
-"Cuando leas esta carta seguramente estaré muerta. He tomado veneno. Mientras te escribo esto, trato de pensar el porqué de las cosas, de vos, de yo, de lo que somos, de lo que queremos. He rezado también al vacío por si acaso hubiese alguien que pudiera escucharme y me doy cuenta ahora, que lo único importante es ser escuchado. Adiós." 
Él saltó al teléfono, buscó nuevamente el número mientras le decía a su mujer: 
-Te das cuenta la chiquilina ésta.
-¿Qué, quién? 
-La chica ésta, te acordás cuál era, la de pelo negro. 
Marcó y después de un rato dijo: 
-Hola, deme con la dueña o alguien, ¿quién habla? ... mire, yo acabo de hablar por un tapado que trajeron equivocado... no, no es eso, la modelo esa, ¿está ahí?... no fue hoy... usted sabe dónde vive..., averígüelo ¿quiere?, es urgente... Es muy urgente. 
Mientras esperaba con el tubo en la mano le dijo a María José: 
-Mira que son estúpidas las chicas éstas, se atiborran de novelitas y después hacen estas cosas. 
-¿Qué cosas? 
-Esto, querer matarse, capaz que la podemos salvar, a un empleado del estudio de papá, una vez con un lavaje de estómago lo salvaron. 
-Y no era una. chica estúpida. 
-Era medio loco. 
-¿Por qué siempre se piensa que los suicidas son medio locos? 
-¿Te parece muy normal? 
-La carta esa no parece escrita por una loca.
-¿No? Te parece muy normal querer matarse porque algún tipo no le habrá hecho caso o algo de eso. 
-Qué sabés por qué lo hizo. 
-De tarada que... hola, hola, sí... nueve... dos, sí, un segundo que anoto. 
Cortó y dijo:
-Vení. 
Una vez en el coche, la ciudad se abrió en abanico en los ojos de María José a través del parabrisa. Un semáforo y una mujer que titubeó al cruzar la calle quedaron atrás en el espacio y apenas un instante en sus pensamientos. Después miró a su marido y no rozó con la mano el género áspero de su traje, pero pensó: “En esto coincidimos, en las cosas”. 
Al tomar una curva su cuerpo se inclinó hacia un costado y su cabeza quedó un momento muy cerca de ese hombro; una vez habían chocado juntos viniendo de Mar del Plata y ella se acordó del paisaje astillado a través de la ventanilla, y de su tobillo que todavía a veces le dolía en los días húmedos. No quería hablar y pensó: “En eso también coincidimos, en el pasado”. 
Ella miró, después los ojos de ambos volvieron al camino que desaparecía bajo el capot ávido del coche, y cuando la voz de él dijo algo, ella desde el fondo de sus pensamientos levantó la vista hacia la frase. 
-Creo que es por acá. 
-¿Qué? 
-Por acá hay que doblar. 
El coche se detuvo, y las cosas que iban quedando atrás bruscamente interrumpieron su marcha hacia otro tiempo, y quedaron ahí, al lado de María José en la orilla de sus pensamientos, como marginales y transitorios testigos de ese pasado que se escurría a través del presente amontonado. Cuando el coche volvió a avanzar, desaparecieron cautas, sin importancia, sin olvido, y las manos de él entraron ahora en la órbita que los ojos abarcaban. 
-Son muy lindas -pensó ella- y están ahí. Las manos sin conciencia de ser o de estar, se mantuvieron vivas sobre el volante como apoyadas en una cadera cincelada por la costumbre, y ella pensó en su propio cuerpo. 
-No llorés -le dijo él- ¿te da mucha lástima? 
-¿Lástima? 
-Sí. ¿Te da lástima la chica? 
-No pensaba en la chica, pensaba en la carta. ¿Por qué vamos? 
-Porque algo hay que hacer -le contestó él. El coche frenó y ella oyó a su marido decir “esperame” y lo vio cruzar la calle corriendo hacia una casa. 
Todo su cuerpo era un latido grande que crecía y le pareció que el latido en el reloj de su muñeca se achicaba. 
Después de un rato vio a su marido que apareció sonriendo en la vereda de enfrente, mientras se despedía de Ana que también sonriendo le decía a un hombre con una campera de cuero que abrazaba su cintura: 
-Es una típica carta de mujer casada. 
Tal vez María José alcanzó a ver a su marido acercarse caminando, pero no llegó a verlo correr hacia su propio cadáver en el asiento del coche. 
En el reloj de su muñeca el tiempo continuaba.

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