El hombre se entera que esta noche, en el Verde, hay cazuela de pulpo, así que decide no perdérsela y ahí está acodado a la barra, esperando y dispuesto a disfrutar de una buena cena ya que se trata de uno de sus platos favoritos. Aparece Romero, un carpintero del barrio. Saluda y se le sienta al lado. El hombre contesta amablemente, aunque este encuentro no lo haga feliz. Pensaba comer en paz y sabe que Romero tiene el vicio de la comunicación, práctica que el hombre no reprueba, salvo cuando intentan experimentarla con él. Efectivamente, Romero se larga a hablar y a contarle de su vida. Está realizando un trabajo importante, en la casa de una turca, viuda, que vive con tres hijas cuyas edades oscilan entre los veinte y los treinta años.
Mientras escucha, el hombre advierte que alguien se ha sentado del otro lado, a su izquierda. Reconoce a Pierre Fontenelle, el Exorcista. Lo ha visto una sola vez, pero es inconfundible con su sobretodo negro y la polera blanca en la noche calurosa. El hombre se pregunta si volverá a repetir la ceremonia de la hostia.
Romero, mientras tanto, sigue con su historia: teniendo en cuenta que el trabajo encomendado se prolongará bastante tiempo y que él vive solo, un mediodía la turca mayor le propone que ocupe momentáneamente una piecita en la terraza de la casa. Romero acepta. Por lo tanto se muda, trabaja, almuerza y cena con las mujeres. Una noche, tarde, se abre la puerta de la pieza donde duerme y en la claridad lunar advierte que está recibiendo la visita de la turca mayor. Tienen un encuentro muy acalorado, después la turca se va y sigue la rutina de siempre.
A la noche siguiente, vuelve a abrirse la puerta. Romero piensa que se trata nuevamente de la turca mayor, pero esta vez la que acude es una de las turquitas. Posteriormente aparece la segunda turquita y luego la tercera. Durante el día nadie habla del asunto y es como si se tratara de un gran secreto. Romero trabaja duro, se alimenta bien, se acuesta y espera.
El hombre oye, a su izquierda, la voz del Exorcista que recita: "La amada se desliza a través de la noche con andar de gacela y sus labios son dulces como el néctar de las flores". Aclara: "Cantar de los Cantares."
Pide perdón por la interrupción, estira la mano por delante del hombre y se presenta a Romero: "Pierre Fontenelle." Inmediatamente pregunta si las cuatro mujeres son lindas. Romero contesta que son ardientes y que según su modesta opinión, en cuanto a mujeres fogosas, no hay nada que supere a una turca fogosa, no importa la edad que tenga. El hombre percibe que hacia la izquierda, por el lado del Exorcista, acaba de aumentar considerablemente la temperatura ambiente. Por fin llega la cazuela.
Apresado entre dos fuegos, el hombre se resigna y empieza a comer. De pronto advierte que el Exorcista extrae una hostia del bolsillo, la sostiene en la mano y la aprieta un poco con el pulgar en la parte superior, de manera que se ahueque y tome forma de cuchara. Después introduce la hostia en la cazuela, la maneja con habilidad y consigue llevarse un buen trozo de pulpo. Se chorrea salsa sobre la solapa del sobretodo y se limpia con una servilleta de papel. Al hombre esto no le gusta nada y está a punto de ponerse un poco maleducado. Pero recapacita y se dice que nada ni nadie conseguirá arruinarle la cena, así que se dirige al Exorcista y solamente pregunta: "¿Ya no las come con vinagre?" "Según la hora", contesta Pierre Fontenelle.
Mientras tanto, Romero sigue con su historia y confiesa que si bien la situación con las turcas le agrada, está comenzando a sentirse un poco raro, como si se encontrase apresado en una tela de araña y se lo estuviesen devorando lentamente. El Exorcista vuelve a interrumpirlo y, disculpándose, opina que en esa casa reina una enorme confusión, un gran extravío y que esas mujeres, sin duda, necesitan un guía espiritual. Por lo tanto se ofrece para efectuar una visita desinteresada a las turcas, esa misma noche si Romero lo desea. Ahí nomás le pide la dirección. Romero se hace el tonto y no contesta. El Exorcista declama: "Si entras en casa de mujer sola y esa mujer se enseñorea sobre tu cuerpo y espíritu, no deseches la ayuda del hombre sabio. Agustín, Confesiones." Vuelve a pedir la dirección de las turcas y Romero sigue haciéndose el distraído.
El hombre, de reojo, ve que en la mano del Exorcista acaba de aparecer una cosa blanca y redonda que pretende avanzar hacia el pulpo. Entonces toma rápidamente la cazuela y se muda a una mesa. Automáticamente, el Exorcista y Romero se sientan con él. El hombre se corre hasta quedar arrinconado contra la pared. Protege la cazuela con la mano izquierda, mientras come con la derecha.
El Exorcista insiste: "Cuando tropieces con cuatro mujeres y adviertas que sus almas están muy confundidas, acude inmediatamente a un hombre del Señor, porque él, sólo él y únicamente él podrá aportar ayuda a las extraviadas hijas del Levante. Pablo, Epístola a los Corintios."
Romero sigue sin largar prenda. El hombre, siempre en la posición de defender su pulpo, oye la última frase de Pierre Fontenelle y se dice que esa carta, seguramente, los Corintios no la recibieron nunca.
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