Mi padre los domingos, arnesaba su caballo blanco con las mejores monturas y aderezos de plata, la levantaba de su silla de ruedas y, apretándola junto a su pecho, atravesaba la ciudad de Mercedes hasta la Catedral. Mi madre y yo los seguíamos detrás, en un coche de capota baja para no molestar, pienso ahora, su alta cabellera que batían las criadas durante horas para aumentar su estatura. No me abandona todavía el perfume a laca barata que defendía sus cabellos del viento, más bien la brisa, que a veces nos regalaban los calurosos días de verano.
El tabacal quedaba a pocas leguas de nuestra casa, y digo "nuestra" porque allí dormíamos, aunque a veces pernoctábamos en los pisos altos de los almacenes de Ramos Generales que mi padre poseía todo a lo largo del noroeste de la provincia. Cuando llegábamos a la Catedral, los mendigos y algunos empleados suyos corrían a ayudar a bajar a mi hermana Victoria y fabricaban con lienzos de terciopelo una silla especial hasta el primer banco de la iglesia. Creo que también en la sacristía había una silla ortopédica especial para ella y en las grandes festividades la sentaban con un bolso de raso y, atravesando el patio principal, pasaba la limosna que gustosos todos le respondían.
“Un ángel, es un ángel", "Cada vez más bella", "Una santa", "La otra en nada se le parece... y se le parece en todo".
No se equivocaban. Mi hermana gemela Victoria y yo poseíamos un parecido tal que maravillaba a la peonada. Y no sabían ellos tampoco que rompíamos el más revolucionario de los inventos argentinos: nuestras huellas digitales eran idénticas. Sobre todo, la del pulgar derecho, y la del izquierdo era discutible, porque sólo un poderosísimo lente de aumento podía identificar una sombra en la línea media, decía mi padre cuando tenía que ir a buscarme a Bella Vista, adonde solía escaparme en las épocas de peonada, con algunos misioneros que me calentaban la sangre. Porque en eso sí; en nada nos parecíamos. Creo que ni siquiera el primer año de nuestra vida. Contaba mi madre cómo yo clavaba los dientes en sus pechos y mis primeros dientes destrozaban cuanto juguete y sonajero nos obsequiaban. Hasta la granada madura o el carozo de aguacate me sabían a ambrosía.
Pero después del infortunado accidente, que dejó a mi hermana paralítica para siempre en una silla —ante nuestros ojos mi padre estacó crucificado al bastardo tordillo, que la había arrojado entre la lianas y las hojas de tabaco, y lo dejó morir devorado por los buitres— y nadie pudo explicarse la fatalidad incuestionable de la caída. Desde entonces hasta hoy Victoria, cuya risa, cuya ternura no desaparecieron nunca y el llanto, pienso, fue ofrenda silenciosa, se convirtió en la más feliz de las mortales y en el único objeto adorado de mi padre. El no disimulaba ante mí la obligación que tenían en el pueblo de elegirla reina de los Juegos Florales, y el premio consistía en un viaje a Buenos Aires para la coronación del poeta provincial, a quien ella ceñía las sienes con hojas de tabaco.
Cuando mi padre volvía borracho a las tres de la mañana de Empedrado o de Goya, Victoria lo esperaba con candial y leche tibia y él le besaba los pies y las manos, mientras mi madre dormía sentada por temor de aplastar su enlacada cabellera. A veces, para los días de Semana Santa, su fecha de casamiento, vestía a Victoria con su traje de novia y, para no ofenderme, me disfrazaba de novio y jugábamos a una falsa ceremonia, donde Victoria era ella y yo mi padre, con un chaplinesco jaquet y una camisa almidonada, con botones de perlas y brillantes. Quizá era la única vez que durante el año, veía a mi madre reír sin temor a que sus arrugas quedaran impresas en su traslúcida piel de muñeca.
Nosotras también vivíamos sorprendidas de nuestro parecido que yo no lograba ocultar con cremas, afeites y pinturas de labios. Muchas veces, jugábamos a la prueba del espejo y, en la sala principal, colocábamos un marco veneciano vacío y, vestidas iguales, ella en un sillón colonial de terciopelo y caoba y yo en el parejo, frente a las azoradas visitas, durante horas imitábamos los gestos hasta que Eulalia, la única amiga de mi madre, nos reprendía. No te mires tanto al espejo, Marina.
Dormíamos en el mismo cuarto, temíamos las estancias vacías, acechadas siempre por forasteros, chaqueños, misioneros, paraguayos, a los que el vino, la grapa y la ginebra volvían locos en las barracas como el sol en el desierto.
Nuestra casa era el blanco de agresividades: antorchas encendidas, botellas y piedras de barro que arrojaban. La respuesta era un balazo en la frente disparado por el guardián que velaba nuestro sueño, entre balaustradas de mármol o desde el torreón que todavía se conserva.
Cuántas veces Victoria y yo veíamos recoger el cadáver y encontrar al día siguiente en cualquier lugar de la selva, la tierra removida y las dos callábamos porque sabíamos que debajo de ella yacía el cuerpo de un bracero enloquecido por el vino chinche de nuestros almacenes de Ramos Generales. Pero yo no les temía.
Desde los catorce años, cuando un hermano de mi padre me desvirgó debajo del piano de cola de la sala y después seguimos tomando el té con huevos kimbos, mojados en anís, y sospeché que la división de nuestro cuerpo en el feto materno me había dado una absoluta impunidad para el embarazo comencé a sentir que podía y curiosamente necesitaba, para no aburrirme del todo, satisfacer como un hombre, sí, como ellos mismos, la necesidad de conocerlos en sus gritos, en sus aullidos, en las formas indiscriminadas de sus cuerpos. Jamás pude eliminar el asco que me producía el olor a alcohol característico de todos ellos, pero las pastillas Sen-Sen y los extractos de Myrurgia importados que se vendían en los almacenes, me ayudaron a sobrellevar esa diversión sin remordimientos, que me hacía atravesar, bajo el sol caliente, las largas siestas hasta el extremo del río, para encontrarme con aquel que solamente me había mirado, o me había ayudado a bajar del caballo, o los trashumantes de algún circo fortuito, equilibristas de shows, que su efímero paso por el pueblo me los hacía inmunes a la calumnia.
Recuerdo a un acróbata húngaro que se encerraba en su cuarto de pensión, mientras yo me excitaba con sus contorsiones, y su silenciosa acompañante filipina limpiaba los cordones de la muerte, las víboras amaestradas.
Sin mediar la más mínima palabra, me revolcaba entre las antiguas sábanas de encaje de la pensión Hermana Fratellini, en una cálida siesta de febrero y los ventiladores del techo refrescaban mi sudada cabellera y sus envejecidos músculos, tentadores de la muerte.
Sin diálogo, desaparecía embrujada por la pasión y el éxtasis, siempre alcanzable, y no me importaba sostener la mirada de un peón o de un capataz los domingos en Misa o en los grandes asados con que mi padre festejaba su fortuna, su impiedad y sus dividendos.
Yo huía con algún ocasional acompañante hacia las caballerizas o el torreón, y agudizaba en su ignorancia los terrores con leyendas que corrían por el pueblo. ¿No sabían, acaso, que el acertijo de tiro al blanco era algún indio boleado que mi abuelo elegía como blanco y trofeo? Sus almas en pena vagaban por los corredores y sus lamentos se escapaban de los armarios si alguien los abría abruptamente y, durante las tormentas, las brujas del pueblo interpretaban sus maldiciones.
Yo notaba en Victoria el terror que le producían mis acompañantes cuando, en las siestas de los largos almuerzos, llevaba a descansar, como le decía púdica y procazmente a mi hermana Vicky, a mi afortunado y temeroso acompañante. Ellos huían mientras su hombría disimulaba su terror, porque decían escuchar en las paredes de la trampa de las caballerizas o de las bodegas, los gemidos de las almas de los innecesarios habitantes e ignorantes indios matacos y mientras mi éxtasis se avivaba ante el terror y el desprecio, imaginaba el relato que, poéticamente desvirtuaría, ante los ojos deslumbrados de Victoria.
—¿Te gustaría que nos sirvieran esta noche lomo de indio achicharrado?
—Ya no hay indios —repetía Victoria—. Son todos mestizos
—¡Te hablo de indios reencarnados, tonta! Como si viviéramos el Juicio Final y cada uno de ellos se encontrara con su cuerpo y tu Tatita volviera a asesinarles, porque es el único manjar de su querida Vicky.
Victoria me acariciaba los labios y bendecía mi frente y luego añadía:
—No hay que repetir los malos pensamientos, si no los repetís, desaparecen por la corriente sanguínea.
—Se van por las cloacas —responde Marina.
Victoria apoya su cabeza en mi falda y repite:
—Se los llevan los ángeles.
Victoria y yo asistíamos a las mismas clases con profesores que venían desde Goya y que mi padre mandaba traer y llevar en su Land Rover,
No faltaron los viajes a Buenos Aires y a Suiza en busca de algún remedio para un caminar que, pienso yo, Victoria tampoco deseaba.
Un mundo de criados giraba alrededor de ella. El baño en una piscina cerrada de mármol de Carrara y espejos, reflejaba mi cuerpo junto al de ella, que nada había perdido de sus encantos. Las sirvientas festejaban su inmersión con gritos de Aleluya y secaban piadosamente su frente, y la gentileza con que pedía las uvas frescas, los duraznos y las ciruelas, dado que la inmersión debía durar dos o tres horas, siempre con la esperanza de la imposible mejoría.
Vicky, como la llamábamos, se hacía arrastrar en su silla de ruedas por las barracas y arrabales, llevando el piadoso consuelo de la limosna a los necesitados que veían en ella a la Santa Virgen de Itatí en una lujosa silla de ruedas. Nunca un gesto de protesta; jamás una maldición ni una indigna profecía. Sólo aquella vez en que no pensó que yo ya la espiaba.
Victoria arrastró su silla por los pasillos. Nuevamente le había parecido oír un lejano quejido, un llanto de indios que crecía con el andar de su silla de ruedas, sin imaginar que yo había atrapado un gato en una trampera de zorrinos. Se acercó hasta la ventana, desde donde provenían los lastimosos gritos y, de repente, rompió el vidrio en un rapto de violencia. Afuera, una tormenta muy fuerte se había abatido sobre la casa y el viento y la lluvia comenzaron a soplar dentro de la habitación. Me metí en su cama y la cobijé en mis brazos.
—Si te dedicaras a la política serías gobernadora —le dije un día, y ella contestó, mientras peinaba mis cabellos:
—Sería el único caso de dos gobernadoras... o una; podríamos gobernar las dos.
—¿Dónde vas, por las noches? —interrumpió, de pronto—. Tengo miedo por vos. Eso es lo único que lamento, no poder acompañarte.
—Me divierto, si no, tendría que abandonar "La Alborada" a la que odio en lo más profundo de mi ser.
El peón que manejaba nuestro jeep bajó rápidamente y ayudó a preparar la silla de ruedas de Victoria. En el medio del campo se veía un bosquecillo junto a un río y, más allá, un montículo de tierra de unos treinta por cuarenta metros.
—Fijate allí le dije—. Allí están los cadáveres de los matacos enterrados. Ha crecido el pasto y la tierra se ha resecado pero es lo mismo. Vení —nos acercamos y llegamos hasta el montículo—. Debe haber cien, doscientos cuerpos. Niños, hombres, viejos. Cualquiera que molestara venía a parar acá y son los que ahora rondan borrachos por las noches. Y aunque nadie hable en el pueblo, todo el mundo se acuerda de esto.
Ambas permanecimos en silencio, envueltas por el viento que soplaba desde el río.
Pero mi curiosidad tal vez comenzó en ese instante. ¿Cuál era la vida de Vicky cuando las sábanas cubrían su cuerpo desnudo; cuando las Nanas untaban con aceites su cuerpo...?
Su única amistad viril era la de Pablo Fuentes, un muchacho que vivía a la entrada de la ciudad de Mercedes con su madre, cuyo padre fue muerto en una refriega en una de las barracas. Pablo creció con nosotros en bondad y sabiduría porque todos los días viajaba a la ciudad de Corrientes para terminar sus estudios de medicina, que penosamente solventaba con el oficio de enfermero, aplicando inyecciones en la farmacia de Santa Lucía y conduciendo una ambulancia, tal vez la única del pueblo, que mi padre había regalado al Municipio y, como no había quién la manejara, pasó a ser propiedad exclusiva de él, entonces apenas un adolescente.
Y debo decir que su único placer era hacer sonar la sirena como si viviéramos en una gran ciudad, y cuando llegaba a la puerta de la estancia, sabíamos de su presencia. El rostro de Victoria se transfiguraba y me obligaba a arrastrar su silla hasta su encuentro. Las dos subíamos a la ambulancia y repetíamos casi siempre el mismo juego. Yo era la accidentada:
—¡Me muero! ¡Me muero! ¡Me asesinaron por el corazón! —Y obligaba a Pablo a auscultarme. El, pudorosamente, entreabría mi blusa, me colocaba una máscara que simulaba ser de oxígeno y corríamos a campo traviesa, haciendo sonar la sirena como si fuera un potro desbocado.
Pablo era alto, robusto, con una pequeña desviación en los ojos. Había sido monaguillo de niño hasta que mis primos, los de Resistencia y yo, le pusimos un petardo debajo de la sotana un domingo de Ramos. Además, no soportó ni pudo soportar el escarnio y las risas en las procesiones hasta que nos confesó que llevaba el palio y ayudaba a dar Misa por un simple plato de feixoada o de arroz o una planta de tabaco.
Entonces, a mi madre se le ocurrió que podía ser un buen carretero para arrastrar la silla de Victoria.
Pero Vicky y él tenían un mundo muy particular. Un oficio de bondad que crecía con el tiempo, una ayuda al prójimo que me repugnaba: no había incendio en el que él no se pusiera un casco de bombero para ayudar a evacuar gente en las quemas provocadas en los campos cuando la temperatura pasaba de los 40º C a la sombra.
Y yo, para provocarlos tal vez, ejercitaba mi crueldad dejando morir de sed a los perros domésticos de la casa o a alguna gata que acababa de parir. Pensaba que así sus aullidos en la noche, justificaban las leyendas despiadadas que corrían por el pueblo.
Pablo se convirtió en uno más de nosotros, y mi padre agradecido, lo favoreció con una humilde casita a la entrada del feudo. Al morir su madre, se apretó más a nosotros, se hizo taciturno y sólo sonreía cuando arrastraba la silla de Victoria y corrían por los patios y los parques, se internaban en la selva, merendaban entre las plantaciones de tabaco y volvían muy caída la noche.
Mi intención no fue ser cruel, pero le dije:
—Y vos, ¿qué hacés con Pablo? ¿Me vas a decir que ni siquiera te ha besado? —Comprendí que había abierto las compuertas y sus ojos respondieron buscando, no sé aún, mi piedad o mi silencio.
Entonces decidí espiarles.
Una tarde, hacía varios días que no paraba de llover, como venía de Corrientes, me detuve en su casa, a la entrada del atajo de Alma Muerta.
A través de los postigos, comprendí, pude ver y aprendí cómo hacen el amor los reyes. Mi hermana, tal vez yo misma, estaba encima de una tarima cubierta por una cortina roja de raso de la estancia.
Vicky no estaba sentada en silla de ruedas; Pablo la había colocado sobre la tarima imperial.
Entonces, comenzó a besar todo su cuerpo durante más de una hora mientras ella acariciaba su desnudez. Con un oficio de cirujano separaba sus cabellos, entreabría sus labios y dibujaba con sus dedos sus facciones y, mientras una música de Vivaldi se escuchaba desde un destartalado fonógrafo, realizaban el ritual del amor como si fuera el ritual de la consagración de la Eucaristía entre las manos de un santo.
La palidez de Victoria sobre la cortina de raso carmesí, reflejaba el éxtasis y el placer; casi el canto o el trino de la despiadada belleza.
El ritual y posesión se prolongaron hasta muy entrado el crepúsculo, y para castigarme, asistí a sus postres, mientras mis rodillas se negaban a sostenerme. Sentí que la cara me ardía y me vi en el espejo de la sala, no pudiendo imitar jamás los movimientos y el ritual del amor.
Tal vez desde ese día, me sentí impotente y quebrada, y tan sola en el mundo como ese rincón de la provincia que sólo me había dado violencia y hastío, y ya no fui la misma.
Victoria fue mi enemiga. No disimulaba mi agresividad, y mis largas ausencias fueron aún más frecuentes. Intentaba en todo momento demostrarle a mi padre, ante la presencia de Victoria, mi vida promiscua, sin encontrar mayor eco en sus reproches, obsesionado solamente en su ambición y en su vida prostibularia, ante el silencio y la continua preocupación de mi madre por su melena enlacada.
Fue un miércoles de Ceniza, con máscaras y cabezotas. Pedí a Victoria que me acompañara a una fiesta en la barraca, ya que mi padre había conseguido hacerla elegir reina de la belleza en la ciudad de Corrientes. Los braceros volvían a su provincia y la niña Vicky debía estar entre ellos. Arrastré su silla bajo la luz de la luna, vestidas las dos con trajes de gasas y encajes, y nos dirigimos al entierro de Carnaval.
El remedo de la comparsa Copacabana en el triste e improvisado Carnaval, que todas las barracas de braceros festejaban como pretexto para emborracharse, nos salió al encuentro. Cabezotas hechas con vainas, encapuchados con lonas y arpilleras, donde los dibujos de las caras parecían más bien penitentes en su procesión de Semana Santa. Otros cubrían sus cabezas con medias elásticas de color blanco, fantasmas delirantes con disfraces improvisados, donde las ollas que servían para hervir las hojas de tabaco, eran tambores infernales.
Yo había bebido desde temprano y llevé en el bolso que colgaba de su silla, una botella de brandy. No la obligué a beber, fue ella que me pidió, como si fuera un brebaje para enfrentar a los braceros chaqueños y paraguayos. Llegamos avanzada la noche y no podía decir que estaban todos borrachos. Yo busqué mi elección y abandoné a Victoria entre ellos.
Mi conciencia adujo que también había mujeres y niños pero ellos estaban borrachos.
Entre los fardos de tabaco, me desnudé varias veces y digo varias veces, porque me vestía para volver a la barraca, pero era más fuerte el deseo y la necesidad que el tiempo cumpliera su vaticinio.
Cuando el silencio fue total, crucé la cara de mi poseedor con un latigazo y lo dejé dormido entre las hojas de tabaco.
Entré a la barraca.
Me costó descubrirla porque todos la habían abandonado en el suelo, dejando las máscaras y cabezotas de vainas de tabaco. Junto a su silla yacía, muerta y violada varias veces, mi hermana Victoria. No dudé un instante. Disimulé sus ropas; pinté los labios y los ojos yacentes, me senté en su silla y comencé a gimotear hasta que a la mañana siguiente nos encontró la peonada, mi padre que no deja de besarme, Pablo Fuentes, quien arrastra desde hoy mi silla, consuela mi llanto, me acompaña al cementerio y, me pasea en su ambulancia, y yo, Victoria, he aprendido que un cuerpo puede, a veces, pertenecer solo a otro cuerpo.
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