Todas las mañanas salía a pasear con mi perro. En la casa de enfrente, con el visillo descorrido y su eterna sonrisa arrugada, muy vieja y, sin embargo, con una incomprensible distinción, nos contemplaba la señora Raines. Vivía sola y casi todo el día se lo pasaba en la ventana, mirando la calle. En la puerta me encontraba a Mr. Byrne, que habitaba la casa contigua y marchaba a trabajar. Alto, joven y reservado, con ese aire inglés que promete la imperturbabilidad aunque el mundo se esté cayendo, no dejaba sin embargo de dirigirle siempre una mirada afectuosa a Cabala.
-Defensor del barrio ‑le llamaba con una sonrisa y no sin orgullo. Y por la forma que tenía él de ladrar y de saltar a nuestro alrededor, parecía que era consciente de tan alto título.
Mientras la señora Raines nos seguía mirando con su sonrisa que, a mí, al menos, me hacía sentirme como un niño que fuese a la escuela, Mr. Byrne se dirigía a su coche, y Cabala y yo nos encaminábamos al parque cercano. Al regreso, casi siempre nos encontrábamos con Mrs. Byrne, que a esa hora marchaba a dar sus clases en la escuela. Era rubia y menuda, con un aura angelical, en la que, a veces, como esas superficies que al inclinarlas ligeramente cambian de color, solía brillar una chispa de tiranía. Parecía como si, de repente, la totalidad del mundo le perteneciera y los demás nos hubiéramos convertido en sus esclavos. Pero esa impresión se volatilizaba en seguida, y de nuevo estaba su mirada acogedora, con un gesto de admiración y, a veces, de temor reverencial hacia la majestuosidad de Cabala. Saludaba y seguía su camino apresuradamente, como si, en vez de un perro, me acompañara una fiera surgida de desconocidos confines. Alguna de las amas de casa con que nos topábamos y que salían en ese momento a hacer la compra, esbozaban al verlo el mismo gesto de perplejidad y prevención. Cabala se sentía orgulloso del respeto que imponía y andaba a mi lado envanecido, exhibiéndose en todo su poder.
Si salíamos al atardecer, nos encontrábamos con los niños que volvían del colegio; algunos se acercaban a él y lo acariciaban como si trataran de demostrar así su valentía; otros lo seguían con curiosidad o lanzaban exclamaciones ante su altura, pues era casi del mismo tamaño que ellos (a mí me llegaba bastante más arriba de las rodillas). No cabía duda de que Cabala se había convertido en la atracción de Lower Clapton.
DOS años antes, aún estaba yo trabajando como directivo en una fábrica de Barcelona. Su reestructuración me había dado la posibilidad del retiro anticipado, con buena paga y una nada despreciable indemnización. Inmediatamente pensé en aquella casita londinense. Hacía algún tiempo que, con motivo de un viaje de negocios, me había alojado en ella. La única razón para elegirla entonces fue que caía muy cerca de Leyton, donde se encontraba la fábrica en que debía realizar mis gestiones. Recuerdo que, al principio, la calle me pareció bonita, con sus pequeñas y recoletas buhardillas, los setos y jardines, las cristaleras de colores en lo alto de las bay windows y la línea de olmos y plátanos a cada extremo, junto a las verjas de granito. Pero luego, poco a poco, fue mostrándoseme el aspecto amenazante y siniestro de aquel conjunto de casitas alineadas, todas exactamente iguales a la anterior como una petrificada hilera de soldados, momias marchitas contemplando el reverso del tiempo. Se me antojaba un lugar de geografía eterna y más allá de la muerte, en el que, como en los infiernos, habían ido a parar almas de todas las razas y de todos los tiempos. Veía a mujeres con saris y a hombres con turbantes. Durante los sábados, los judíos iban o venían de las sinagogas arropados por sus abrigos negros, con sus largas barbas y los sombreros calados, junto a niños con bonetes y trenzas. Había jóvenes británicos que no hacían nada, sumidos en la indolencia del sueño, y cuya meta, semejante a la del religioso que ansía el más allá, consistía en aguardar la llegada del próximo lunes para hacer cola frente al Post Office y cobrar el paro. Los domingos, las calles se llenaban de mujeres árabes, con velo o con el rostro completamente cubierto, que iban a la mezquita. Frente a las puertas de las iglesias se arremolinaban los sombreros de fantasía de las madres de color, acompañadas de sus maridos y de niños que, más que a un oficio religioso, parecían marchar hacia disipadas aventuras. Yo sentía como si cada uno de aquellos templos, las iglesias, las sinagogas, las mezquitas, la misma oficina donde se pagaba a los parados, fueran cavernas que conectaban con las profundidades, como si debajo de las calles llanas y anodinas fuera posible adentrarse en lo atroz. En las caras de toda aquella gente era notorio que no buscaban el cumplimiento de los preceptos, sino el placer de la culpabilidad, bien de la suya propia o de los demás. Sintiéndose inducidos al pecado, se hacían sospechosos de haberse entregado a lo maligno. Luego, tras la catarsis, retornarían a sus casas a envolverse de nuevo en ese silencio que lo cubría todo como una mole de mármol funerario.
Fue precisamente este silencio el que me ganó. Nunca me había ocurrido estar en una ciudad y, sin embargo, parecer como si estuviera fuera de ella, inmerso en la más pura y suspendida quietud. Mi ideal había sido siempre unir en una sola las ventajas del campo y de la ciudad, la cercanía de las bibliotecas y surtidas librerías con el silencio y el apartamiento. Quería dedicarme al estudio de la mitología, que siempre me había interesado, pero que había ido relegando por la acaparación del marketing, único modo de poder vivir. Sin embargo, cuando ya desesperaba de que alguna vez se me presentara la ocasión, la crisis de la empresa me la puso en las manos. Contacté con mi antiguo landlord y tuve la suerte de que el inquilino de entonces pensara marcharse en un par de meses. Hice las gestiones con un banco para que mi pensión me fuera enviada puntualmente y, de la misma forma que muchos jubilados británicos pasan el resto de sus días en Torremolinos, yo me vine a este barrio de Londres, con intención semejante y saboreando de antemano los placeres que pensaba ya nunca me iban a abandonar.
UNO de mis primero días paseaba por la única y desarbolada calle comercial cuando, entre una frutería y una tienda de electrodomésticos, divisé varios animales tras un cristal. Ningún signo distintivo indicaba que fuese una tienda más de las muchas que se sucedían, pero no podía tratarse de otra cosa. Me acerqué y contemplé en el mal cuidado escaparate varias tortugas, un monito y un enjambre de culebras serpenteando indolentemente en una caja de cristal. Dirigí la vista hacia el interior y no pude distinguir nada.
De repente, un fogonazo lo iluminó todo. Vi a un hombre agachado junto a una chimenea. En la esquina, y atado con una cadena, un enorme perro brillaba al compás de las lenguas de fuego. Me quedé fijo en él y nuestras miradas se cruzaron. Pensé inmediatamente que necesitaba aliviar mi soledad con la compañía de aquel animal. Con él a mi lado todo sería aún más perfecto. No lo dudé y empujé la puerta. El hombre se volvió. Era un hindú, de cara atezada y verdosa, y de ojos rasgados.
-Can I help you? ‑dijo en un tono de gran cortesía mientras yo contemplaba con estupor lo que se extendía ante mí. La habitación estaba negra, como si tiempo atrás hubiera habido un almacén de carbones o un incendio lo hubiera arrasado todo. Había varias jaulas, vacías, según me pareció, dos o tres gatos arrebujados junto al calor y una puerta abierta que conducía seguramente a un trastero, en el que debía de haber más animales, pues se oían gruñidos y otros sonidos ininteligibles. Las llamas, inflamadas de ese vigor con que una hoguera se agita en sus comienzos, difuminaban los contornos de las cosas. Daba la sensación de que uno podía diluirse en aquel resplandor amorfo, yendo a formar parte, como quien se precipita en una estrella negra, de un mundo oculto, escondido tras la fosquedad de las paredes. Olía a algo espeso que me pareció sangre, pues era la misma acritud que una vez me había asfixiado en un matadero industrial. Vi dos o tres platos sobre el suelo, rebosantes de una sustancia negra. Poseído de un repentino temor, pensé en volver la espalda y retornar a la calle, pero ya era tarde. Sin entender cómo, había adelantado dos pasos y me hallaba dentro. Señalando al perro balbucí en mi inglés con acento español:
-¿Está... en venta?
El hombre desvió la mirada y contempló al gran danés durante unos instantes. Luego la fijó en mí.
-Podría estarlo.
Se hallaba de espaldas a la chimenea. El fuego había redoblado su energía. Ahora, a contraluz, sólo veía su pequeña silueta. Los ojos y la expresión del rostro se perdían en las sombras.
-¿Cuánto pide?
-Es un perro muy querido... ‑dijo codicioso. Volvió a mirarlo, hizo una pausa en la que me prodigó una larga sonrisa, una sonrisa que yo no acerté a entender, y continuó‑: Me lo encontré abandonado no hace mucho, cerca de aquí, y lo traje a vivir conmigo. Ahora me he acostumbrado a él.
Pero el animal se agitaba a mi lado como si justamente él no se hubiera acostumbrado a su dueño o, de improviso, sin saber por qué, hubiera decidido arrebatarle su fidelidad para concedérmela a mí.
-¿No lo ha reclamado nadie? ‑pregunté preocupado por la posibilidad de que, una vez adquirido, tuviera que devolverlo.
-Aunque he buscado a su dueño, no he logrado encontrarlo. Es improbable que aparezca ya, pero si es así, le devolvería su dinero.
Me turbé. No sabía en concreto a qué se debía, sólo que algo me molestaba.
-¿Cuánto pide entonces?
Me dijo la cantidad y, en ese instante, comprendí mi inquietud: si en un principio lo había creído codicioso, ahora me poseía la sospecha de que, más que dinero, lo que buscaba era deshacerse del perro, y que fingía para que yo creyera en su estima, evitando así mi suspicacia. ¿O me equivocaba? El animal, a mi lado, poderoso y mirándome con aquella cara de nobleza, me impelía casi contra mi voluntad a comprarlo. Sin ser en todo consciente de mi acto, extendí un talón por la cantidad solicitada, que el hindú ni siquiera miró para mayor perplejidad mía, y salí a la calle con el animal como si siempre me hubiera pertenecido. De repente, el aire me pareció delicioso, fino como el de las montañas, en comparación con la pesada atmósfera de incendio y sangre que, sin tener exacta conciencia de ello, había respirado en la tienda.
-¡Se llama Cabala! ‑gritó el hombrecillo desde la puerta. Nunca había oído un nombre tan extraño.
Pasaron los meses y aquellas circunstancias se me olvidaron. Cabala se me reveló como el compañero ideal. Parecía hecho especialmente para mí. Una y otra vez me felicitaba por haber obedecido el impulso de comprarlo.
UN llanto me despertó. Era muy de madrugada y aún faltaba para mi hora de levantarme. Por unos momentos, me quedé desconcertado. Luego, desgraciadamente, comprendí: ¡debía de tratarse del bebé de los Byrne! En los dos o tres últimos meses, había reparado distraídamente en el embarazo de Mrs. Byrne. ¡Luego tenía que haber dado a luz! Me sentí como si una montaña me hubiera caído encima, dejándome con un convulso y doloroso hilo de vida. De repente, todos mis proyectos se venían abajo. Había puesto al bebé junto a mi dormitorio... O tal vez no, tal vez dormía con sus padres, pero era igual que si estuviera junto a mí. En unos segundos de lucidez entreví el futuro: el niño llorando a las más inesperadas horas del día y, conforme fuera creciendo, los gritos de sus padres, ya de entusiasmo o de admonición, y luego, más adelante, las voces de sus amigos jugando con él frente a la casa, y, posteriormente, la televisión, la música puesta a todo volumen... Cabala se había despertado también y ladraba contra aquellos sonidos intrusos. Continuó inquieto durante el resto de la madrugada. Ladraba y se movía enloquecido, como si se le hubiea disipado la capacidad de orientarse. Se paraba ante mí con desvalido rostro y comenzaba a aullar, y luego seguía corriendo como si lo persiguieran desde varios sitios a la vez. Ya muy avanzada la mañana, se refugió en un rincón, junto a la chimenea, y así permaneció hasta la noche.
LA chica llegó a las pocas semanas. Era morena y delgada, con algo sensual en sus movimientos. Debía de tratarse de una au pair, por su juventud y el inglés tan desastroso que chapurreaba. Por lo visto, Mrs. Byrne había decidido volver a la escuela en seguida. Ahora, todas las mañanas, tras la partida de su marido, seguía nuevamente la de ella, con un gesto de orgullo y poderío en su rostro que ya no era tan fugaz como otras veces. Debía de sentirse tan plena, que había perdido hasta el temor de Cabala. Ni siquiera reparaba ya en él, como no se repara en las cosas conocidas e inofensivas. Una horas después, justamente cuando yo había regresado a casa con Cabala y me disponía a la lectura, la chica salía cantando con el bebé, lo colocaba en el cochecito y se paseaba con él por las calles adyacentes. En muy pocos momentos dejaba de cantar o de establecer en su inglés macarrónico conversaciones imaginarias con el niño, como si éste fuera una persona mayor. Conoció a la vecindad, y no sé si con objeto de practicar el idioma o porque su natural era extravertido, se paraba a hablar con todo el mundo. No me explico cómo hacía para vencer la reserva de la gente. Recordé lo que una vez me había contado un amigo: que los británicos son escrupulosamente respetuosos de la intimidad de los demás, pero se sienten encantados cuando alguien la rompe con ellos. Hablaba con quienes pasaban, y las conversaciones, en su insufrible inglés, llegaban a mi estudio, donde me afanaba en leer sin poder conseguirlo. Ni un sólo día dejaba de pasearlo, con el resultado de que el niño se hizo famoso. Siempre había una palabra cariñosa para él, un gesto, un pequeño juego. Sin embargo, cuando yo salía con Cabala, bien en nuestro paseo diario o para encontrar en otras calles el silencio que habíamos perdido en la nuestra, ya nadie lo miraba, a él, que antes de que el bebé fuera expuesto por todo Lower Clapton había sido la sensación del barrio. Pero ahora, Mr. Byrne ya no sonreía al verlo. Mrs. Raines, la vecina de enfrente, sólo tenía ojos para aguardar con expectación la salida del bebé. Las amas de casa se detenían a hablar con la jovencita y a mirar al niño, ignorándonos a nosotros. Únicamente los chicos del colegio le mantuvieron un poco más la atención, pero, en seguida, eclipsada sin duda por otros acontecimientos, desapareció también.
Cabala caminaba junto a mí cabizbajo. Ya no corría por el parque, sino que andaba muy despacio, casi arrastrándose, siguiéndome triste y cansino, y cuando me sentaba en algún banco, se acurrucaba a mis pies, con la cabeza humillada entre las patas, como si no pudiera sostener el peso de su desdicha. A veces nos encontrábamos con la chica conduciendo el carrito, y se ponía a ladrar como si lo estuviera haciendo a la injusticia del mundo. Aquel pequeño ser rubicundo, de ojos azules y de expresión plácida, era el advenedizo, el ladrón que le había robado la estima de sus admiradores y protegidos. Ladraba y ladraba con la fuerza de un volcán. De sus ladridos parecía surgir un fuego acumulado en las entrañas.
Pronto, la chica hizo amistad con el jardinero que realizaba trabajos eventuales en nuestros huertos o en el jardín comunal. Dejaba el cochecito con el bebé junto a un árbol, detrás de un seto, y echaba largas parrafadas con él, sin que éste dejara de hacer hoyos, de sembrar bulbos o podar plantas. Si pasábamos entonces, Cabala le ladraba al carricoche si protección, tratando de abalanzarse contra él con tanta fuerza, que me arrastraba. En sus ojos titilaba la furia y el aborrecimiento. Era tan potente su ímpetu y el ansia de destrucción que lo poseía, que se me contagiaban y yo también me sentía tentado a la aniquilación, pero asustado de mis propios sentimientos, temiendo que lo irracional me poseyera y anulara todo control, tiraba de la correa y huía a duras penas con él.
UN domingo, los ruidos de la casa de los Byrne se multiplicaron. Tras un momento de sorpresa, pensé que debían de estar celebrando el bautizo. Se oían continuos gritos y risas, a veces lanzadas de forma tan desaforada, tan continua, que más que reír parecía que estuvieran llorando. Más que un bautizo era una orgía.
-¡Mira que celebrarlo en casa! -exclamé lleno de desesperación‑, en vez de ir a un pub o a un restaurante!
Además, no se les había ocurrido invitarme, lo que, aunque era de agradecer, constituía una impresionante falta de tacto.
Durante todo el día se siguieron oyendo pasos, conversaciones, abrir y cerrar de puertas, automóviles que llegaban o partían... Y menos mal que al niño no le había dado también por chillar. Ni siquiera me molesté en descorrer las cortinas. Con las habitaciones en penumbra, íbamos Cabala y yo de un sitio a otro, turbados en nuestra antigua paz.
Fue espantoso. Ni el movimiento ni los gritos ni las visitas se interrumpieron un momento. Por fin, al amanecer de la mañana siguiente, después de que oyera a todos los invitados salir en tromba como borrachos despedidos por un airado anfitrión, el silencio se hizo. Un silencio total. Era patente que no había quedado nadie en la casa. ¡Al fin unas horas de respiro!, pensé. Cabala ya no ladraba y estaba más calmado. Abrí la puerta del jardín y lo dejé vagar a su antojo mientras yo me entregaba a la placidez de ese lapsus tumbándome en el sofá y no haciendo absolutamente nada salvo escuchar el bendito silencio.
Debía de ser mediodía cuando los gemidos de Cabala me despertaron. Eran gemidos de ansiedad, como si me exigieran una atención inmediata y se impacientaran al no lograrlo. Abrí los ojos satisfecho de mi sueño, y volví el rostro hacia él. Y entonces lo vi: ¡sostenía entre sus fauces al bebé de los Byrne! El espanto me hirió como la estocada de un sable. Temblando, con una demencia febril, me eché al suelo y, aún con la torpeza del sueño, traté de arrancárselo. Vi en sus ojos el relámpago del triunfo y de la venganza satisfecha. Con esfuerzo, luchando con la desbocada soberbia que lo poseía, logré arrebatárselo. Mientras aullaba como una bestia en una noche de carnicería, puse al bebé sobre la alfombra. No se movía ni se quejaba. Estaba vestido de fiesta, con un trajecito de seda blanca llena de encajes y bordados, y manchado en varios puntos de tierra y sangre, sin duda donde Cabala había hincado sus dientes. Me acerqué con estremecimiento hacia su carita y no lo oí respirar. Algo en mí se desmoronó como un cristal que ha recibido un impacto. Entre oleadas de pánico, entendí su piel amoratada, y los ojos entreabiertos y ausentes...
Tenía la sensación de hallarme en un lugar profundo y estrecho, oscuro, de lisas y húmedas paredes, del que jamás podría salir. Era como si toda la realidad se hubiera derrumbado ante mí.
Miré a Cabala desolado y sólo advertí la calma del que ha entrado en el mal y paladea el dolor y el sufrimiento que ha infligido. Con inseguridad, casi sin fuerzas, le coloqué la cadena y tiré de él. Pero no quería moverse, hipnotizado en el cadáver. Sus ladridos explotaron como una masa de gas al contacto con una chispa. Abrasándome en ellos, traté de apaciguarlo. Lo acaricié con el mismo dolor que si acariciara una hoguera.
-Es hora de tu comida, Cabala ‑le dije. Con dificultad logré llevarlo a su caseta. Lo até con una rapidez de la que nunca hubiese pensado fuera capaz. Comenzó a ladrar agónicamente cuando lo dejé solo, tratando de desembarazarse de la cadena. Era tal su fuerza, que no me habría extrañado que la hubiera roto. No sé si temiendo tal posibilidad, entré en la casa. El bebé reposaba sobre la alfombra. ¿Qué podía hacer? Era como estar en un laberinto donde el oxígeno se acabara. ¿No habría yo impulsado a Cabala a aquel acto espantoso? Tal vez yo era un asesino y él había comprendido mis deseos... El corazón se me agarrotaba.
Tenía que librarme de la criatura. Pero no podía hacerlo con el aspecto que presentaba ahora. Se habría descubierto al causante de su muerte, y toda la resonsabilidad habría recaído sobre mí. Debía, pues, borrar sus huellas. Tomé al bebé en mis brazos y subí con él al cuarto de baño. Me pesaba con la angustia del asesinato y el remordimiento, como si fuera yo quien lo hubiera mordido hasta provocarle una muerte llena de estertores. Lo desnudé y era como si al mismo tiempo desnudara mis instintos carniceros, ocultos hasta entonces a mi comprensión. Olía a una colonia como hecha con cera. Todo el cuerpo estaba amoratado. Sólo habían penetrado en su piel dos colmillos y las heridas eran leves, coaguladas de una sangre oscura. Cabala debía de haberlo golpeado con algo en su camino. No podía haber muerto por tan superficiales heridas. La tierra que yo había visto en su hocico y en su ropa lo demostraban.
Lo lavé y la piel quedó tersa, como si no hubiera ocurrido nada violento, aunque el color cárdeno permaneció. Quité con cuidado las manchas de su trajecito de seda, y disimulé como pude los desgarrones que habían producido los colmillos. Volví a vestirlo.
Había dado un paso, pero si le hacían la autopsia, estaba perdido. Debía ingeniármelas para que su muerte pareciera natural, alejando cualquier posibilidad de sospecha. Así evitaría que los bisturíes del forense descubrieran el horror.
Reparé en que los ladridos habían cesado. Sólo entonces pensé en cómo podía haberse hecho Cabala con el niño. ¿Dónde lo había encontrado? No tardó en representárseme la figura de la chica con el cochecito... Claro, pensé, la casa no se podía haber quedado completamente sola. Habrían permanecido indudablemente la chica y el bebé. Hundido en el sueño tras el maremágnum de la noche, yo no los había oído salir. ¿Se había abalanzado Cabala sobre su presa mientras ella, con el cochecito abandonado junto al árbol y protegido por el seto, charlaba con el jardinero? Ahí podía estar la solución.
Tomé una bolsa de deporte e introduje el cadáver. Lleno de una compulsiva ansiedad por concluir y con la angustia de la mancha que crecía dentro de mí, salí al exterior. Los ojos de Mrs. Raines me miraban tras los visillos. Me sentí como si me contemplaran los ojos de Dios, unos ojos justicieros que habrían de desvelar mi patraña para eterno castigo. A pesar de que las tinieblas me succionaban, hice un esfuerzo. Desviando mis pensamientos, intenté sobreponerme, fingir, no caer en la trampa. Con la bolsa a punto de resbalárseme, descendí temblando los escalones, abrí la verja y salí. Mrs. Raines hizo un gesto como para iniciar una conversación, pero, aterrorizado y adelantándome a su propósito, le dije adiós con una forzada sonrisa. ¿Habría visto a Cabala con el bebé? No, no podía haberlo visto. Habría hecho algo... Además, Cabala había entrado por la parte trasera de la casa. Con débiles pies, doblé la esquina, sabiendo que sus ojos, como húmedas babosas, seguían pegados a mí. Tenía la nuca llena de sudores y la calle me envolvía girando vertiginosamente.
Casi apoyándome en las paredes, recorrí los jardines y huertos vecinos. Si encontraba a la chica, colocaría al bebé en el cochecito y seguiría mi camino. Si no lograba hacerlo sin que ella advirtiera mi presencia, podría acercarme con cualquier pretexto, intercambiar unas palabras y, luego, dirigirme hacia el cochecito y, mientras hacía como piropear al niño, ponerme de espaldas a ella e introducirlo.
En uno de los huertos, el jardinero abría surcos, pero no había ni rastro de la chica ni del cochecito. La desesperación me dio un mazazo. ¿Dónde estaba ese día? No podía haber marchado a casa porque, si no, me habría encontrado con ella en el camino. Estaba, por otra parte, completamente seguro de que no había llegado mientras yo me encontraba bañando al bebé. Si en circunstancias normales pensaba en voz alta, ¿qué no habría armado al descubrir que el niño no estaba? Pero igual lo había descubierto y había ido a la policía... ¡Entonces estaba perdido! Debía indagar.
-¿Qué raro? ‑comenté aparentando una calma que se me incrustaba en el cuerpo como metralla‑. La chica de los Byrne no está hoy por aquí...
El jardinero distrajo por unos momentos la cabeza de su labor para mirarme.
-No, hoy no... ‑dijo‑. Era patente que deseaba seguir hablando. Todo el mundo quería hoy hablar. O, en mi precipitación, así me lo parecía. Fuera como fuese, yo no podía hacerlo. Cada segundo me era precioso. Ahora que sabía que la chica no había salido, tenía que imaginar otro plan, y rápido.
-Perdone ‑dije cortándole la palabra‑. Acabo de acordarme de que tengo que realizar una llamada urgente... ‑y eché a correr con la bolsa bamboleándose en mi mano, mientras él me miraba sorprendido y murmurando algo que ya no oí.
Tal vez la chica libraba. Aunque entonces, ¿dónde había encontrado Cabala al bebé? Quizá había penetrado en la casa. Pero se me hacía difícil creer que lo hubieran dejado solo... A pesar de todo, decidí examinar la parte posterior. Si había algo abierto, podía ser una prueba de que Cabala había entrado por allí. Miré con atención, pero sin detener el paso para no levantar sospechas. Aunque de pronto pensé con espanto que el simple hecho de llevar una bolsa de deporte ya las levantaba, pues ¿qué hacía dando con ella vueltas sin rumbo? Era como un loco que jugara a representar un papel. Hasta el más imbécil se daría cuenta de la falsedad. La sangre se me subió a la cabeza violentamente. Pero mi mirada seguía fija en la casa vecina. Las ventanas del último piso estaban cerradas. Lo mismo ocurría con la primera planta. Aflojé el paso y escruté el basement... ¡Allí, efectivamente, había una ventana abierta!
-Good afternoon ‑oí. Estuve a punto de derrumbarme. Miré lleno de pánico. Pero el cartero, entregado a su tarea, ya había desviado la vista de mí.
“¡Dios mío ‑pensé‑, un testigo más en caso de que todo llegue a descubrirse!”
-Good afternoon ‑le respondí nervioso y con una amabilidad y convicción tales, que inmediatamente me di cuenta de que me estaba delatando. El cartero cambió su aire distraído por la extrañeza, pero continuó su camino con la saca a cuestas, haciendo su tradicional recorrido en zigzag de una casa a otra.
Le pedí a los cielos que al menos me evitaran el examen de Mrs. Raines. Pasé con reparo frente a su ventana, mirando de reojo. Afortunadamente, el visillo estaba echado. Daba la sensación de no encontrarse detrás. Con este alivio menor, subí otra vez los escalones y entré en mi casa. La tomé y entré. ¡Había sido el paseo más peligroso de mi vida! Y aún no me había librado del cadáver. Sin embargo, la fiebre del peligro y del horror en que estaba inmerso, lejos de entorpecerme, aclaraba mi mente y me dictaba con precisión cuáles habían de ser mis siguientes pasos.
Salí al jardín. Cabala, atado en la perrera, no se movió. Me dirigí a la pequeña valla que separaba mi terreno del de los Byrne. Escondido entre los setos, observé la casa durante un rato. No había ni la menor señal de vida. Entonces me decidí y grité, no sin una arcada de terror:
-Is there anybody here?
Aguardé, suspenso, pero no se oyó un murmullo. Formulé la pregunta varias veces más, con idéntico resultado. ¿Cómo se habían arriesgado a dejar al bebé solo en casa? Era inconcebible. Con una zanja de angustia y miedo abierta en mi pecho, volví a hacerme con la bolsa. Miré en todas direcciones por si alguien me estaba observando. Un transeúnte pasaba por la acera contigua a mi verja. Esperé a que se perdiera en la lejanía y salté la valla ante la hierática mirada de Cabala, que parecía hipnotizado en remotos mundos. Reptando por el jardín, llegué hasta la ventana. Era la más pequeña de todas, la que correspondía al cuarto de baño. Introduje la bolsa, procurando sostenerla hasta el último momento para que diera suavemente en el suelo y el cuerpecito no se lastimara aún más. El marco sobresalía unos centímetros. Apoyé mis manos en él y me impulsé hacia arriba. No era lo suficientemente ancho y me resbalaba, pero salté con tanta fuerza que, unos segundos después, estaba posado en cuclillas sobre el alféizar. Volvió a apoderarse de mí el horror de que alguien me estuviera contemplando. Con frémitos, como si me hubiera lanzado a un pozo lleno de ratas y debiera librarme de sus dientes inyectados en sangre, volví a asirme con desesperación al saliente y, en otro impulso, me proyecté hacia adentro. El marco me arañó. Pensé que si hubiera sido un poco más estrecho, me habría quedado atrapado en él. No había puesto aún los pies en el suelo cuando Cabala empezó a ladrar de nuevo. ¿Vendría alguien? Miré hacia afuera, agazapado entre los breves silencios que seguían a cada ladrido. No se oían pasos, ni conversaciones, ni siquiera un coche. Nadie parecía venir. ¿Era la protesta por despojarlo de su víctima?
Me eché la bolsa al hombro y me adentré en la casa. Atardecía y el pasillo estaba casi a oscuras. Avancé. Tenía que encontrar la habitación donde estaba la cuna. A derecha e izquierda de mí surgieron sendas puertas. Puse la mano sobre el picaporte de una de ellas y abrí. Era un trastero lleno de herramientas. Cerré y repetí la misma operación con la puerta de enfrente. En la penumbra, se distinguían anaqueles repletos de libros. Había una mesa atestada de papeles con un ordenador portátil abierto, y, en el extremo opuesto, un sofá con más libros apilados y una estufa. Debía de ser el cuarto de trabajo de Mrs. Byrne. Cerré y continué por el pasillo. Unas escaleras se abrían ante mí. Subí. De nuevo surgió otro pasillo. Inmediatamente, a mi derecha, estaba la cocina. Proseguí. Olfateé un olor conocido. Recordé que era el olor de la colonia del bebé, aquella mixtura entre cera e incienso. Parecía provenir de una habitación posterior. Seguí el rastro. Pasé ante otra puerta. No era problable que viniera de allí, pues estaba cerrada, pero, de todas formas, la abrí. Era el living, con un sofá de piel negra y la televisión en una esquina, y numerosos cuadros que resaltaban sobre el papel blanco de las paredes, y cuyo contenido la oscuridad no me permitió adivinar. Frente a mí, en un amplio espejo de molduras doradas, divisé mi propia sombra, indecisa, acobardada, con aquella bolsa que contenía el espanto colgada de uno de mis hombros. Con el corazón galopando, aspiré el aire. El olor no provenía de allí. Salí como si partiera de mí mismo, como si al dar la espalda a mi imagen atormentada huyera del sufrimiento, y, con la inseguridad del fugitivo, continué el camino. Conforme avanzaba, el olor se hacía más profundo. De súbito, al otro lado del umbral de una puerta abierta, tuve la sensación de penetrar en una iglesia. Olía a cirios y a balsámicas esencias. Pensé que ése debía de ser el cuarto del bebé. Anduve unos pasos en la penumbra, con la bolsa estremeciéndose en mi mano... Me di cuenta de que no era un dormitorio, sino la sala de visitas, a donde yo mismo había sido llevado varias veces. Reconocí los muebles lacados, la amplia alfombra, el tresillo de flores, los rojos cortinajes que aislaban del exterior, y el piano reposando con la tapa echada junto a una de las paredes. Había sillas por doquier, sin un orden concreto, como abandonadas impetuosamente a la soledad. ¡Era allí donde debían de haber celebrado el bautizo!
Entonces vi la cuna. Se hallaba en medio de la habitación. Todo el aparente desorden parecía girar en torno de ella. Me pregunté qué hacía allí. Tal vez los Byrne habían querido que los comensales tuvieran delante al niño. Pero en seguida me envolvió la misma sensación de turbiedad que me poseía cuando contemplaba a la gente ir a sus oficios religiosos. Esa entrega a la culpabilidad que yo intuía, ¿no los conduciría a prácticas abyectas? El olor a cirios y esencias me hacía sospechar temibles ritos. ¿Se entregarían los Byrne y sus amigos a ceremonias inconfesables en presencia del niño? Recordé los gritos y risas alocadas que había oído la noche anterior... Tal vez el dejar al bebé solo durante unas horas era parte de la ominosa celebración... Se me apareció clarísimamente el gesto posesivo y tiránico que a veces fulguraba en la mirada de Mrs. Byrne.
Oí un coche. Luego, otra vez los lejanos ladridos de Cabala. Abrí precipitadamente la bolsa, tomé el cadáver y lo coloqué en la cuna. Estaba más amoratado aún, frío y marchito como una reliquia. Corrí a la bay window y miré a la calle. Todo permanecía en su habitual inmovilidad, aterido, como una ciudad dormida en un recodo del tiempo. Era un trozo olvidado del mundo, un lugar inmerso en devastada soledad, lo que se ofrecía a mis ojos. A través de las desnudas ramas de los plátanos y olmos se filtraba la noche incipiente, una noche impía y sin esperanza. Sólo la ventana encendida de la señora Raines combatía las tinieblas, pero su rostro tras los visillos era más abominable que toda la inmóvil negrura del exterior, como un mascarón ahogado en su sonrisa arcaica. Sus milenarias arrugas eran maleficios donde uno podía ser subsumido hacia tiempos ignotos. Lleno de vértigo, aparté mi mirada de aquel rostro fatídico. Ningún automóvil había aparcado frente a la casa.
Salí de la habitación y cerré la puerta. Era una pista menos. De esta forma, nadie podría deducir que el perro hubiera penetrado en la habitación. Descendí las escaleras hacia el basement. Entré en el cuarto de baño y eché el pestillo de la ventana, eliminando otra posibilidad de investigación. Abrí la puerta del jardín, y salí. Estaba a punto de cerrarla con el alivio ya instalándose en mi corazón, cuando reparé con horror en que la bolsa no estaba conmigo. Retrocedí entre la ya total oscuridad, golpeándome contra las paredes y tropezando con los escalones. No podía encender la luz. Mrs. Raines habría notado que había alguien en la casa. Ahora mis propios ruidos me sobresaltaban. Era la misma negrura en la que había estado envuelto toda la tarde, una negrura de sombras eternas, la misma que meses atrás encontré en la tienda del hindú, una negrura que pesaba, que se me introducía por los sentidos, en los oídos, en los ojos, en la boca, como espeso alquitrán y, a la par, como sangre, arcadas de calientes coágulos... Abría puertas y salía, marchaba de un sitio a otro como si me encontrara en medio de un incendio de quebradas venas, y todos los lugares donde intentara salir estuvieran tapiados. No sé cómo pude llegar otra vez, sólo que, de improviso, cuando ya desesperaba de encontrarla y me sentía dentro de un pecho asmático que se fuera constriñendo, me hallé en la habitación. La certeza de que el cadáver estaba allí, solo entre las sombras, me oprimía. Caí al suelo y, reptando, dando manotazos aquí y allá, intenté encontrar la bolsa. Parecía que alguien se la hubiera llevado. Se comprimía más y más aquel pecho de pulmones sollozantes, y el final de mi existencia se acercaba. Entonces toqué la fría superficie del escai y me agarré a ella como un náufrago a un salvavidas. Reptando aún, como si en vez de encontrarme en tierra firme tratara de abrirme paso por movedizas arenas, ciénagas de pesadilla, salí y corrí escaleras abajo, y atravesé la puerta del jardín, y la cerré como se cierran los sueños macabros al despertar, y el aire fresco me invadió, y salté la valla y corrí hacia mi casa, y ya no me importó que el mundo se hundiera, ni los ladridos de Cabala, que ahora resonaban con la misma potencia que si los profiriera un monstruo de varias cabezas, un perro horrible que hubiera ascendido desde las profundidades sobrenaturales para hacer estragos entre los vivos.
Encendí las luces, prendí fuego a la chimenea y me senté junto a ella, respirando hasta la consunción. Los ladridos de Cabala continuaban. Ahora entendía por qué el hindú había querido deshacerse de él... Después de tanto tiempo, volví a pensar en la extrañeza de su nombre. Cabala. ¿Por qué lo habría llamado así? Tal vez encerraba alguna clave... Como si tratara de hallar una significación a tanto horror, me levanté, tomé uno de los diccionarios de mitología con que me había hecho, volví a sentarme con él entre las manos y busqué.
Su nombre apareció ante mí, y la misma falta de extrañeza con que lo contemplé, avivó mi intranquilidad. Leí:
Cabala (sáncr.). Equivalente de Cerbero en la literatura védica. Como él, guardaba los infiernos. Era la fiera más temida por los muertos que habitaban en las profundidades. Y no sólo por ellos; también por los contados vivos que, después de hacer un agujero en la tierra y ofrecer sangre, se habían atrevido a franquear las puertas infernales.
Rercordé el olor de la tienda del hindú. ¡Con razón le había puesto aquel nombre! Para deshacerse de él, me había ocultado su carácter sanguinario, la fiereza inmisericorde de que era capaz. Continuaban sus ladridos como macabras quejas provenientes de mundos ancestrales donde la sangre y el sacrificio debían de ser costumbre... El sopor me invadía, un sopor primitivo, como el de un cazador que, después de vagar perdido durante días y al borde del desfallecimiento, se entrega al sueño en medio de la selva y de sus amenazas.
Era tarde cuando un coche frenó frente a la casa de los Byrne. Yo estaba aún junto al fuego, y me desperté. Me levanté y miré por la ventana tratando de no ser advertido. Esta vez sí eran ellos. Les acompañaba una pareja mayor, quizá los padres de él o de ella, y la chica. Parecían preocupados. La jovencita caminaba en silencio, lo que era inexplicable en ella.
Entraron. Aguardé en suspenso, lleno nuevamente de temor. Durante un rato no se oyó nada. Luego estallaron los gritos. Eran gritos provenientes de la más atroz incomprensión. ¿Cómo podían entender que el niño hubiera muerto? A los pocos minutos, la señora Raines, con su cara de gárgola sacrílega, cruzó la calle en dirección a la casa. ¿La habrían llamado? Entró. Los gritos siguieron oyéndose. Casi en seguida, una ambulancia turbó la paz de la noche con sus quejidos. Paró frente a la casa y dos enfermeros entraron en ella. Se consumió un angustioso, un eterno minuto, al cabo del cual volvieron a salir con la señora mayor y Mrs. Byrne, cuyo fulgor déspota se había disipado como se deslía la sangre en los sumideros. Parecía que la hubieran despojado de la vida, como si el mundo, no deseándola ya, la hubiera arrojado a la pudrición. Ambas gritaban hasta extremos que hacían palidecer los ladridos de Cabala.
- ¡No puede ser! - decían entre lloros.
Mr. Byrne, el hombre mayor y la chica iban detrás, demudados, en un silencio que se me antojó más desgarrador aún que los gritos de las dos mujeres, poseídos los tres por un temblor de animales moribundos y mirando a todas partes como si horrendas sombras infestaran los aires.
Ayudados por los enfermeros, penetraron los cinco en la ambulancia.
- Cuidaré... cuidaré de todo - dijo la señora Raines en un débil hilo de voz. Pero ninguno de ellos pareció oírla.
La ambulancia inició la marcha y se perdió veloz, con su trágico grañido, en las calles. ¿Abandonan el cadáver?, pensé perplejo. ¿Dejan sola a la señora Raines, sin ser capaces de acompañar al bebé siquiera unas horas? Mrs. Raines permaneció en la puerta intimidada, sin atreverse a entrar. Seguía siendo el mismo mascarón espeluznante que había visto en la ventana, pero ahora era como si hubieran clavado caños en sus ojos, de los que manaba un frío de nieves que amenaza con detener la existencia. A pesar de mi aversión, era el momento de hacer algo. En aquellas circunstancias extrañas, mi comportamiento no debía ser sospechoso.
- ¿Qué sucede? - pregunté saliendo a la calle y enfrentándome a su mirada glacial -. ¿Por qué ha venido una ambulancia?
Dijo como una sonámbula que no oyera sus propias palabras:
- Han encontrado al niño en la cuna.
- ¿Y dónde habrían de encontrarlo? - Se me hizo un nudo en la garganta. Mrs. Raines pareció despertar de su sueño de horror y me miró atónita, pero mi contemplación pareció llenarla de un pánico aún mayor, una náusea irresistible que creciera cada segundo como crece la velocidad de un objeto que se despeña.
- ¿Pero es posible... es posible que no lo sepa? - gritó con espanto -: ¡Dios mío, el bebé murió ayer! Después de velarlo, lo han enterrado esta mañana...
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